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Juan José Company Orell

Morder la mano que te da de comer

Parece ser que uno de los Juzgados Centrales de lo Contencioso en Madrid le ha dicho al Ministerio de Hacienda que tiene que informar sobre los estipendios extras que, al parecer, les llegan a los funcionarios de Hacienda en su ardua labor de hundir sus investigaciones en los bolsillos de los contribuyente, y lo hace con el demoledor argumento de que si por parte del fisco se requiere al ciudadano de transparencia fiscal no menos es exigible de la exigente administración tributaria y añade que esa práctica puede desviar, hacer desaparecer diría yo, la esperable imparcialidad del funcionario. No es extraño pues que los ciudadanos de esta tierra le teman más a la Hacienda pública que a una Dana incontrolada, y no sin motivo por que los desastres que causan estas últimas por más que graves suelen ser locales, mientras que los efectos de la primera son generalizados, aunque ambos sean igualmente inmisericordes.

De ser veraz la información periodística, lo de esos beneficios fuera de nómina que el roce con los contribuyentes puede hacer llover sobre nuestros probos funcionarios de la hispana Hacienda, no desde el cielo sino más bien procedentes del fondo de los bolsillos de los españolitos, quizá ello pueda explicar el tesón y la desmesurada profesionalidad con la que algunos de ellos se manejan. No me puedo imaginar cual pueda ser la «comisión», si es que lo de los extras fuera a porcentaje, ese especie de novedoso tres per cent que pueda llevarse el que le haya tocado el asunto de Shakira versus Agencia Tributaria.

Pero es que en este caso los paganos de esos extras, de esas primas por el buen hacer fiscalizador, no son lejanos monarcas que reinan en desiertos regados de petróleo, ni algunos más cercanos capitostes empresariales, sino que, en un extraña desviación masoquista son los propios fiscalizados los que corren con los gastos de los fiscalizadores, que en su condición de públicos funcionarios ya reciben su regular remuneración desde los presupuestos generales del Estado que se nutren también de los impuestos de todos los ciudadanos, sean estos o no objeto de sus «atenciones». E mismo origen tendrán, salvo error por parte de este escribidor, estos nuevos dineros que, según manifiesta la noticia, se otorga a quien muestra un celo más allá del debido en la persecución del impuesto perdido.

Para más inri, si ante la inquisición monetaria del Fisco al ciudadano medio se le ocurre estar en desacuerdo con la resultante y toma la insensata decisión de mantenerse en ese desacuerdo y acudir a la vía del recurso, ya no solo es que tenga que apoquinar su propio peculio en el pago de asesores y/o abogados sino que el profesional del derecho que la administración fiscal le opone también lo paga, ciertamente en su parte proporcional impositiva, el propio ciudadano, con lo cual una misma persona abona el pago por la actuación procesal de las dos partes del litigio, la propia y la adversa.

Le resta al ciudadano, como pasa en no pocos casos, preferir la vía del mal menor, esto es acatar lo que sea, por injusto que pueda encontrarlo, y así no dejarse demasiados pelos en la gatera administrativa. En una de las novelas de John Grisham, The Rainmaker, uno de los personajes hablando de la entidad aseguradora demandada, a la que le pone el autor el nombre de Great Benefits, traducido «grandes beneficios», manifiesta que los jefes de la empresa confían en las posibilidades de que la mayoría de clientes disconformes con sus reclamaciones sobre pólizas denegadas no acudan a un abogado; ¿díganme ustedes si ante una acción de la administración, de cualquier administración no han calculado vuesas mercedes que es mejor, aún estando seguro de su falta de justicia y razón, pagar la sanción o lo reclamado que acudir a la incerteza del proceloso proceso judicial?

También en estos casos se discrimina, pues mientras las grandes corporaciones, empresas y gentes de riñón bien cubierto pueden permitirse el lujo de estar en desacuerdo con la administración y llevarla hasta la ¿justicia? europea sin importarles su coste, que al final pagarán su propios clientes, a los del salario mínimo interprofesional, esos que se dice y se comenta son los merecedores de mayor protección estatal o los de medio pelo se les deja fuera, con lo que les quedan dos opciones o pagan o pagan. Sé que es un desiderátum pero tengo para mí que la labor del funcionario debiera ser una armoniosa relación entre el servicio al ciudadano y el cumplimiento de la ley; repito, armoniosa relación.

La primera acepción que, en el RAE, define «cliente» lo describe como la persona que utiliza los servicios de un profesional o de una empresa especialmente cuando lo hace regularmente, esa condición de cliente no debiera ser extraña a los que regularmente y de forma forzosa y no voluntaria, no tiene más remedio que acudir a esa empresa pública que es la administración; al igual que los funcionarios públicos no debieran poner en el cajón del olvido que quien se esconde tras el administrado convertido en reo es también el cliente que le paga su salario.

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