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José Carlos Llop

No es un crimen contra la libertad de expresión

El día del funeral de Bruce Chatwin en la iglesia ortodoxa griega de Santa Sofía, en Londres, el escritor norteamericano Paul Theroux le dijo a Salman Rushdie, de banco a banco y en voz alta: "Salman, el tuyo será el siguiente". El ayatolá Jomeini acababa de dictar su fatwa –que después llamarían fetua– condenando a muerte a Rushdie por hereje. Esto ocurría en 1989 y a la salida del funeral, Rushdie desapareció. O lo como se decía en las novelas del XIX: fue engullido por la tierra. Empezaba su odisea particular, protegido por los servicios de seguridad de Gran Bretaña y viviendo en una clandestinidad casi absoluta.

Muchos años después, 23, publicaría un libro titulado Joseph Anton –por dos de sus escritores favoritos: Joseph Conrad y Anton Chejov– y yo, que, exceptuando su primera Hijos de la medianoche, nunca he sido un lector entusiasta de las novelas de Rushdie, estoy convencido de que Joseph Anton es y será uno de los grandes libros del siglo XXI y una posible acta de defunción de los valores del siglo XX. Y pienso que la mejor manera de estar cerca ahora del escritor herido y apoyarlo de manera simbólica no es con manifiestos y sobadas tonterías políticas, sino leyendo este libro del que hay traducción en España, en Literatura Random House. Es magnífico, créanme.

De las primeras reacciones que se escucharon anteayer, una fue que el atentado era un crimen contra la libertad de expresión y la libertad de pensamiento. Vayamos por partes, que decir esto es muy fácil y de tan usado, sobado y manido acaba derivando en falta de respeto, cuando no en eslogan tan interesado como descreído. Sobre todo cuando estás en la cama de una UCI cosido a puñaladas. Ahí hay un hombre desangrándose por haber dedicado su vida a la literatura. En principio, pues, es un crimen contra un hombre solo –repito: solo; no de partido o de bandería o de nación o de secta o de lo que ustedes prefieran– y este hombre, al caer apuñalado, representa a los que creemos que la libertad en sí es un don y que pensar es otro don. Pero no sólo: también es un crimen contra la literatura y ahí lo es contra la humanidad, pues la literatura es la memoria del hombre, además de su imaginación, y una parte más que significativa de su cultura, que es el mejor destilado de la condición humana. Esto es contra lo que se ha atentado en Nueva York hace dos días, aunque el brazo ejecutor –ese joven de Nueva Jersey– no sea consciente, ni responsable de todo lo que apunto. Él cree que ha intentado matar a un hereje; él cree que ha hecho el bien y lo que digo ni siquiera ha pasado por su mente. Así están las cosas en la radicalidad y darles la espalda es de suicidas.

Desde la semana que murió Bruce Chatwin y el ayatolá Jomeini condenó a muerte a Salman Rushdie (ambos escritores, Chatwin y Rushdie eran grandes amigos) han pasado treinta y tres años. 33. En estos treinta y tres años nos hemos hecho mayores conviviendo con la amenaza contra Rushdie como algo cotidiano y olvidadizo, y nuestros hijos, por edad, no conocen una vida sin esa condena a muerte a distancia, hayan leído a Rushdie o no. Y si he dicho olvidadizo es porque somos muchos los que, pese a haber seguido el caso de cerca, creímos, hace más o menos una década, que la fatwa había sido revocada. Nos equivocábamos porque volvió a ser activada. Y en este largo tiempo de condena en diferido cayeron asesinados un par de traductores del libro, varias editoriales que lo publicaron fueron atacadas y los ejemplares quemados fueron incontables en todo el globo. Nunca se había visto tanto mundo en contra de un hombre solo. Mientras, Rushdie seguía escondido. Rushdie seguía escribiendo. Y Rushdie, aunque parezca difícil, seguía enamorándose y cambiando de mujer como de domicilio.

Entre octubre y noviembre de aquel año –sigo ahora en 1989– pasé unos días en Londres. Fueron los días de la caída del Muro de Berlín y pude ver las primeras imágenes en la televisión de una nación que tanto había hecho por el fin del comunismo en Europa. Vivía en un apartamento de un edificio municipal muy cercano al puente de Blackfriars, donde apareció ahorcado el banquero Calvi –ya saben: el caso del Ambrosiano, el cardenal Marcinkus, la logia P2, etc…– y si no lo saben no importa que vayan a Wikipedia, basta que recuerden o vean El Padrino III, donde se novelizan aquellos hechos. En ese edificio en el que viví unos días tenía un apartamento una amiga del escritor angloindio que luego se convertiría, creo, en su segunda mujer. Esto me dijeron, al menos, los amigos en cuya casa estuve: que lo veían entrar y salir a menudo y a cualquier hora. Esto y compartir en días consecutivos la misma attaché de presse de mi editorial parisina –que es la suya– fue lo más cerca que he estado de Rushdie en mi vida.

Pero el Salman Rushdie amenazado ha sido una presencia en la vida de todos, fuéramos o no conscientes de ello. En la de sus perseguidores desde el odio justiciero. En la nuestra porque se basa en unos valores distintos, donde caben incluso los de sus enemigos, y su vida –el mero hecho de seguir viviendo y escribiendo– refuerza esos valores. Lean, repito, Joseph Anton: es un libro de vida, tan fascinante como imposible de abandonar, levantado sobre el dolor, el temor y la pasión por la literatura. Tiene cerca de setecientas páginas y cuando lo acabas desearías seguir leyéndolo como si no supieras nada de él.

En cuanto a su atacante aún le faltaban nueve años para nacer cuando el ayatolá Jomeini decretó la fatwa que él ha materializado. Para él la libertad de expresión es un cuento chino y ni siquiera habrá leído el libro que causó la condena de Rushdie. Pero para nuestro mundo ‘libertad de expresión’ es una coletilla fácil y tramposa que sólo tienen derecho a esgrimir unos y los otros que se fastidien. No, esto no es un atentado contra la libertad de expresión. Lo es contra nuestra forma de vida: la que ha sido y es aunque merme, y que muchos son los empeñados en que deje de serlo por completo. Y no siempre son fundamentalistas musulmanes.

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