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Mercè  Marrero

La suerte de besar

Mercè Marrero Fuster

Ficciones

Hay personas que mantienen conversaciones con Siri. Conversaciones profundas y emotivas. Otras entrenamos a las órdenes de monitores que nos hablan desde una pantalla mirándonos a los ojos. Son ficciones que llegan demasiado lejos

Ficciones

Aunque no recuerde cómo se hacía, defiendo el ligar en todas sus variantes. Ligar y ser ligada. Que te guste alguien y que trates de gustarle. Que notes su mirada, que te acerques para olerle, que le sonrías, que te roce la mano, que presione tu pierna con la suya o decidir el momento cuando le dejarás claro que su existencia te importa. Lo difícil, y más a ciertas edades, es encontrar el momento y la persona que pongan en marcha ese engranaje. Entre las ofertas de aplicaciones e iniciativas que facilitan que surja la química, ha comenzado a ganar espacio «Citas rápidas». Una dinámica presencial, que se desarrolla en una sesión de máximo hora y media y en donde personas desencantadas de los entornos virtuales vuelven a lugares de carne y hueso y destinan ocho minutos a descubrir posibles afinidades. Si la química surge, la organización les pone en contacto y, a partir de ahí, ancha es Castilla. Puede que el arranque sea ficticio y forzado, pero bien está lo que bien acaba.

En la radio, cada mañana a la misma hora, una periodista introduce a una señora que promociona las ventajas de comprar en unos grandes almacenes. La periodista está en directo, la comercial está grabada. Todos los días saluda con el mismo tono de voz y nos vende semanas fantásticas con una idéntica entonación entusiasta. El proceso de la periodista dándole los buenos días a esa grabación es impostado, pero la costumbre nos has hecho asumir esa ficción.

Cuando fumaba (el mayor logro es dejarlo), me acostumbré a escuchar la voz de la máquina agradeciéndome la compra de tabaco. Alguna vez le respondí con un «de nada». También he llegado a interactuar con la voz mecánica del surtidor de gasolina. En cuanto me informa que acabo de repostar Súper, le contesto diciendo que ya lo sé. Un día incluso le di las gracias por recordármelo. Conozco a personas que, a menudo, conversan con Siri. No mantienen charlas utilitarias en plan «Llama a AAmamá», sino conversaciones profundas y hedonistas estilo: «Oye, Siri, cuéntame algo que me entretenga». Y, entonces, esa voz sugerente escupe una de sus frases ingeniosas construidas por ingenieros listos listísimos. La evolución y la tecnología son la repanocha, pero la estampa es ridícula. Como ridícula me siento cuando asisto a ciertas clases virtuales de deporte en donde los monitores tratan de exaltar mi ánimo de forma sobreactuada. El otro día, sin ir más lejos, me subí a una bicicleta y un chico enfundado en unas mallas bastante favorecedoras rompió la cuarta pared y me motivó diciendo que estaba conmigo en esa lucha, que se sentía orgulloso de mi esfuerzo en ese duro tramo y que sabía que me había llegado a plantear abandonar, pero que le encantaba el ritmo y la cohesión del equipo con el que entrenaba. Supongo que fue porque estaba sola en la sala, pero ahí sentí que la ficción había llegado demasiado lejos. Me sentí como la hija pequeña de una amiga que se sentaba delante de la televisión y se peinaba, ponía una diadema y pintaba los labios porque creía que los presentadores la veían desde la pantalla. Su inocencia convertía su comportamiento en tierno. El nuestro, tan dependiente de ficciones tecnológicas, nos convierte en ridículos. Mejor vayamos a ligar.

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