Que haga calor en verano, incluso un bochorno abrasador, es normal. Lo atípico en Mallorca es que se encadenen un mayo, un junio y un julio tan tórridos, que suframos olas de calor con más frecuencia, más extensas en el tiempo y en la intensidad, alcanzándose temperaturas máximas entre 4º y 6º grados por encima de lo habitual, y con puntos marinos, como la boya de sa Dragonera, que en estas fechas ya supera los 30 grados. El derretimiento se repite en buena parte de España y de Europa, donde el mercurio bate récords desde que hay registros. La mayoría de expertos coinciden en señalar que el problema radica en que a la variabilidad climática natural se suma la crisis profunda que supone el calentamiento global. La ola de calor que padecemos, acompañada en algunos lugares de voraces incendios, es el último episodio del serial de calamidades que acumula el planeta. Aunque algunos se resisten a asumirlo, todos estos fenómenos extremos, cada vez más duros y frecuentes, son en buena medida indicadores claros de las consecuencias de las emisiones de efecto invernadero derivadas de la propia acción humana. La situación obliga a replantearnos por completo nuestra manera de vivir, a evolucionar de un modelo de crecimiento infinito, que se desentiende de los impactos medioambientales y sociales, hacia un modelo de producción sostenible de bienes y servicios, haciendo uso o transformando recursos reutilizables y renovables. Hay avances científicos, normativas y aplicaciones en los procesos productivos muy esperanzadores, pero no es menos cierto que persisten las resistencias y que las actuales tensiones geopolíticas actúan como un factor agravante por su carga involutiva.

La Comisión Europea aprobó hace tres años el llamado Pacto Verde, una serie de medidas en materia de energía, uso del suelo, transporte y fiscalidad que tienen por objetivo reducir las emisiones de gases de efecto invernadero en un 55% de aquí a 2030 y convertir a Europa en el primer continente neutro en 2050. Ahora Bruselas, para sortear otra crisis, la del gas ruso en el contexto de la guerra de Ucrania, propugna, entre otras cosas, relajar el control de emisiones contaminantes para aplicar «temporalmente toda la flexibilidad disponible». Países como Alemania, temerosa de lo que se puede avecinar en el frío invierno, ha vuelto a autorizar la producción eléctrica con carbón, que podrá subvencionarse. PIB a costa de más emisiones. Este escenario afecta de lleno al modelo económico balear, altamente dependiente de la bonanza de los países emisores de turismo y a la vez, vulnerable al cambio climático. ¿Vendrá un inglés a torrarse en la playa si en Gran Bretaña alcanzan los 40 grados, como ha pasado en Heathrow, y el Mediterráneo torna un caldero? La incomodidad climática puede ser un factor más determinante para la actividad turística y el común de los ciudadanos de lo que ha sido el coronavirus. Restaurar el equilibrio será la única vacuna.