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Daniel Capó

Inmunidad de grupo

Vivimos aherrojados en cadenas de mentiras. A veces por maldad o interés; otras, sencillamente por ignorancia. Un ejemplo lo encontramos en la gestión del nuevo coronavirus, que ha sido desde el comienzo una sucesión de despropósitos. Se dirá que así avanza la ciencia, a través del ensayo y el error. Pero también, en nuestro caso, debido a presiones económicas, mediáticas, sociales y políticas. Al principio de la pandemia, se hablaba de la inmunidad de grupo; ya fuera gracias a una vacunación masiva -en España lo ha sido- o al contagio masivo y la adquisición de inmunidad natural. Un poco más adelante, se habló ya de la importancia de la inmunidad híbrida, suma de vacuna y contagio. Nadie entonces contaba con la aceleración de las mutaciones del virus ni con el escape vacunal, que se ha demostrado como una de las características principales del SARS-CoV-2: un virus que muta sin cesar, impulsado también por el contagio masivo. Cuantos más infectados haya, lógicamente se incrementará el número de réplicas y el riesgo de mutaciones. Y así hemos llegado al punto en que un infectado por la variante ómicron hace apenas dos o tres meses carece de inmunidad frente a los actuales linajes del virus: el BA.4 y, sobre todo ahora, el BA.5. Algunos estadísticos ya pronostican que la media de contagios por persona -en ausencia de medidas de protección no farmacológica, como las mascarillas- se situaría en tres o cuatro al año. Es decir, un contagio por trimestre. Los costes para la salud resultan difíciles de medir. No me refiero a los económicos -que son también preocupantes-, sino sobre todo a los sanitarios -tanto en forma de presión hospitalaria y asistencial, como en la incidencia creciente de afectados por alguna secuela de la COVID larga-. Y, ciertamente, nadie conoce aún los efectos que podría tener a largo plazo sobre nuestro organismo una cadena de reinfecciones. Vamos a ciegas.

No es de extrañar, por tanto, que la ministra de Sanidad haya recomendado de nuevo el uso de las mascarillas en interiores. Lo extraño era lo contrario: que se abandonaran de repente todas las medidas de contención. Inexplicable desde un punto de vista médico, aunque cabe pensar que la economía manda -y el comprensible malestar de una ciudadanía cansada de tantas restricciones- y que ahora, por decirlo a la manera de Pujol, «no tocaba» continuar limitando las libertades en nombre de la salud general. Pero el otoño se encuentra a la vuelta de la esquina y entonces, me temo, será imposible continuar con la laxitud de estos últimos meses. A pesar de las vacunas -y de su éxito indudable a la hora de reducir el número de muertos-, la COVID-19 continúa siendo una de las principales causas de mortalidad global a día de hoy, por no decir la principal. De hecho, a principios de mayo, la OMS calculaba en 15 millones el número de fallecidos por coronavirus en todo el mundo. Son cifras escalofriantes.

Los países asiáticos prosiguen en su esfuerzo por reducir al mínimo los contagios y perciben como una locura el camino de libertad que ha adoptado Occidente. Para nosotros, en cambio, la irracionalidad reside en la reducción de nuestros derechos. Ambas posturas son comprensibles y apelan a estratos muy profundos de la conciencia. Pero encontrar un punto intermedio parece razonable. Y probablemente sea la única alternativa real hasta que los avances científicos hayan logrado una vacuna esterilizante que nos permita olvidarnos de la pandemia. Sin la famosa inmunidad de grupo, arriesgarnos a lo contrario sería suicida.

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