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Juan José Company Orell

Escolaridad de lujo

Vienen tiempos difíciles para las cuentas y los dineros hogareños, ya no es solo que los precios de eso que alimenta nuestras bombillas y maquinaria eléctrica se vaya a alturas estratosféricas, asunto que no creo que varíe con ese intencionadamente amenazador impuesto extraordinario que deberá gravar los beneficios de las eléctricas, patada fiscal que mucho me equivoco o al final la recibirá, vía aumento de tarifa, el sufrido y obligado consumidor; o que el liquido que alimenta los caballos que dicen habitan en los motores de nuestro automóviles troque de gasto necesario a un desprendimiento dinerario casi de lujo oriental; por no hablar de que los precios de una sandía o un melón, de seguir la misma progresión que en las últimas fechas, podrán perfectamente parangonarse con cualquier delicatessen que se precie; de seguir así nos saldrá más económico un bocata de caviar del caspio que uno de jamón de bellota.

Sobre el asunto de los precios y su velocidad de ascenso, sobre todo los de algunos productos básicos, permítanme el comentario de incomprensión por mi parte, por cuanto no entiende que el que dobla el lomo en el campo, que sufre con las sequías y las granizadas, que cuida el campo y el medio ambiente mucho mejor que algunos trompeteros de eso del ecologismo de muestrario, se lleve unas pocas decenas de céntimos por su producto que apenas cubren sus gastos, eso cuando lo consiguen, cuando ese mismo producto cuando llega a la estantería del comercio al que todos acudimos ha multiplicado su precio por diez, veinte o treinta; quizá sea el momento de sacarle provecho al gasto en combustible e irnos a comprarles las sandías y los melones y demás productos del campo al agricultor, al ganadero o al de los pollos en persona. Y no parece que nuestras administraciones sean capaces de tomar algún tipo de medidas para que esa disparatada escalada de precios para el consumidor frene su loco galope.

A esos ya padecidos desenfrenos de precios, a las familias con hijos en edad escolar, se les vendrán encima, más pronto que tarde, otro rejón económico: los libros escolares de los críos. Y ahí sí, barrunto yo, bien podrían hacer algo los que, desde la administración, rigen el cotarro de ese tipo de literatura. Lo primero que se me ocurre es que no sería descabellado el que los libros de texto fueran propiedad de los colegios y así poder ser utilizados por más de un alumno o que en todo caso pudieran pasar de un educando a otro de forma privada entre particulares; pero dado que tal cosa es casi imposible, incluso de imaginar, porque cada año cambia una foto, un mapa, una frase o un tema que otorga a la editorial de turno la excusa suficiente para editar un texto «distinto» que impide que se reutilice el antiguo y eso que vivimos en un país que loa el reciclaje y la reutilización; habrá pues que pensar en otro tipo de soluciones, por ejemplo que tales cambios sean realmente necesarios y no solo por puro capricho del «publicador», y ahí sí podría, si quisiera, hacer algo la administración educativa, estatal o autonómica, si es que su interés es la protección del consumidor, sin embargo en este caso la parte del ejecutivo que asesora al consumidor permanece muda.

Seguro que todos Ustedes han visto cómo un libro de texto, perfectamente reutilizable y de la materia que fuera, se convierte en inservible y debe por ello de ser cambiado de un curso a otro por alguna de aquellas causas, siguiendo el resto de su contenido temático igual salvo los cambios ocurridos, necesidad de cambio que pueden ocupar una, seis o diez páginas de un total de doscientas y aún cuando existiera algún error puntual el Maestro bien podrá efectuar la corrección de viva voz, haciendo que sus discípulos tiren de rotulador y tachen lo que merezca tacha. ¿No les parecería a Ustedes una buena solución que los libros de texto vinieron en ser como esas carpetas que tienen en su interior varias anillas de esas que permiten cambiar una hoja por otra sin afectar al resto de lo encarpetado?, de esa manera bien se podría cambiar la página con la nueva foto o el texto de la página 86 por la nueva hoja número 86 sin afectar al resto del «textualizado» y con el coste, no de un libro entero sino de una, dos o veinte hojas de papel, que sin duda sería menor que el libro entero. Desafortunadamente la idea no es mía porque, y ahí está lo vergonzoso para la administración, ya lleva muchos años funcionando; todas las empresas, por ejemplo las de aviación, en cada ocasión que deben de añadir a sus manuales de uso de equipo, maquinaria o de operaciones, una nueva instrucción con cambio de la antigua, ya inadecuada; no cambian el manual entero, solo la página que debe ser cambiada es objeto de esa reposición y el coste es sumamente soportable. La pregunta que surge entonces es la siguiente: ¿cuál es la causa o razón por la cual la administración del ramo no cuide los costes de los libros de texto de igual modo que el adoptado por la empresa privada?, ¿o es que por ventura existen motivos ocultos o inconfesables para que tal solución no se aplique?

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