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Eduardo Jordà

Un voluntario

Conozco a alguien que ha acogido en su casa a tres refugiados ucranianos. Teníamos previsto hacer un viaje hace poco, y hasta teníamos las reservas hechas y todo el tinglado organizado, cuando esa persona llamó desde su casa y nos dijo que no podía viajar con nosotros porque le acababan de comunicar que iban a llegar enseguida los refugiados ucranianos a los que se había ofrecido a albergar en su casa. Según los cálculos iniciales, los refugiados iban a llegar tres semanas más tarde, pero los acontecimientos se precipitaron y los refugiados llegaron antes de lo previsto. Así que esa persona -un gran tipo- tuvo que cancelar su viaje (y de paso, perder el dinero de las reservas) para hacerse cargo de tres desconocidos que a partir de aquel día tendrían que convivir día y noche con él y su mujer. Por lo que sé, este amigo no vive en una casa muy grande. ¿Cómo lo hará a la hora del desayuno? ¿Y a la hora de la cena? No hace falta haber hecho un Máster en Psicología Evolutiva para saber que no resulta nada fácil convivir con desconocidos. Y más cuando son personas que han tenido que salir a toda prisa de su patria y que probablemente han vivido cosas que nosotros no podemos ni imaginar. ¿Qué traumas arrastran estos refugiados? ¿Y cuántas heridas interiores se traen de un país destrozado por la guerra? ¿Qué cosas han visto? ¿Y qué cosas han hecho o han visto hacer a otros? Quizá sea mejor no saberlo.

Digo todo esto porque un joven mallorquín -de Felanitx, por más señas- ha muerto en Ucrania luchando con las tropas locales que se defienden del ataque ruso. Que se sepa, este joven ingeniero mallorquín ha sido el primer caído español en la guerra de Ucrania. Digo ‘caído’, que es un vocablo de resonancias franquistas -las cruces de los caídos-, pero no se me ocurre qué otra palabra podría usar. Este mallorquín se presentó voluntario para luchar en Ucrania y murió en combate, o al menos en una acción bélica cerca del frente. Como es natural, hay mucho secretismo en las informaciones oficiales y se han dado muy pocos detalles de lo que ha ocurrido. Por lo que he leído, parece que Ángel Adrover se hallaba cerca de Severodonetsk, en el Dombás, donde los combates son especialmente cruentos a causa de la temible ofensiva rusa. Enfrente, ese voluntario mallorquín tenía a los ‘orcos’ chechenos y rusos de las fuerzas especiales. Hay que tener una pasta especial para irse a luchar en estas condiciones, y más aún cuando uno apenas tiene instrucción militar y ni siquiera ha tenido el menor contacto con el ejército durante su vida civil.

Cuando he leído la historia de este hombre de Felanitx -o más bien lo poco que sabemos de él-, me he acordado de George Orwell en la Caserna Lenin de Barcelona (el antiguo cuartel de caballería de Montesa), en diciembre de 1936, cuando estaba a punto de salir para el frente de Aragón durante nuestra guerra civil. En la centuria de voluntarios del POUM donde se había integrado Orwell había muchos chicos de 15 o 16 años. Como mínimo -hay una foto famosa que lo demuestra- había siete adolescentes entre esos voluntarios, y uno de ellos está justamente al lado de Orwell, que le saca casi cabeza y media. El chico, que es rubio y tiene rostro de niño, intenta mantener la posición de firmes con cierta marcialidad, pero está claro que ni sabe ni puede fingir que es lo que no es. Orwell era adulto cuando se presentó voluntario para luchar en la guerra civil -tenía 33 años-, pero ¿qué impulsaba a un jovencito de 15 años a luchar contra los legionarios y los moros de Franco, unos enemigos tan formidables -es decir, aterradores- como ‘los orcos’ de las fuerzas especiales rusas? ¿Cuántos de esos chicos murieron en combate? ¿Y cuántos volvieron de la guerra trastornados para siempre?

Uno de esos chicos -Orwell lo cuenta en Homenaje a Cataluña- era un gitanillo catalán al que sus compañeros de formación le hicieron la vida imposible porque lo consideraban, injustamente, un ratero y un cobarde. ¿Por qué se apuntó? ¿Por qué quiso ir a la guerra? Orwell decía que muchos de esos adolescentes se presentaban voluntarios por las diez pesetas al día que cobraban los soldados y porque los soldados tenían una alimentación mucho mejor que los civiles que vivían en Barcelona. Pero estoy seguro de que muchos de aquellos adolescentes no iban a la guerra para cobrar una soldada ni comer mejor, sino porque sentían el impulso -al menos los primeros días- de luchar por algo en lo que creían, en este caso la idea de república y la idea de libertad.

No sabemos qué fue lo que impulsó a ese ingeniero mallorquín a unirse a las tropas ucranianas. Pero fuese lo que fuese, uno querría despedirlo con honores y con un saludo militar. Hay que ser muy valiente para hacer lo que hizo. Y hoy en día nadie aprecia la valentía, ni mucho menos ese viejo vocablo que llamamos honor.

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