Diario de Mallorca

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José Carlos Llop

Paisajes de la memoria

Los cambios de paisaje –su urbanización y explotación– ocurridos en el siglo XX han provocado, entre otras cosas, que en el XXI se contemple la pintura realista del XIX de una forma distinta a como lo hizo la revisión crítica de las vanguardias. Pero también al motivo de su creación. Si antes el retrato de la realidad era su celebración, ahora ha adquirido una razón de ser que no tenía en origen: el rescate de lo que fue y ya no es. Ha sido la mutación moderna de la realidad la que ha dado un nuevo valor al realismo decimonónico. Véase el caso del Museo Thyssen de Málaga o la suavización en las maneras de mirar la pintura mallorquina de los Anckerman, Ribas, Fuster y tutti quanti. ¿O quizá nos estemos haciendo mayores?

Una de las personas que más ha hecho por mantener viva en la isla esa tradición en nuestra época ha sido Joan Oliver Maneu, que irrumpió tarde en el mundo del galerismo artístico con su astucia sarcástica, inteligencia culta y talento para los negocios, que le venía de familia. Tiene algo de personaje del siglo XVIII, Oliver Maneu, entre el discípulo volteriano y el implacable orador de la Convención. Yo le he visto jugar a truc con brillantez calmada y furia histriónica, comenzar estudios de Filosofía y Letras a una edad tardía, rodearse de cerámica antigua y otros objetos de la belleza, devorar todo cuanto libro de historia del siglo XX le cayera en las manos (la música clásica siempre al aparato), cuidar de pintores nuevos, rescatar extranjeros que vivieron en la isla –Cittadini, Gittes et alii– y exponer en su galería las ‘Constelaciones’ de Joan Miró, por quien siempre ha sentido una gran devoción. Pero su carácter de comerciante –un rasgo atávico, no sólo caracteriológico– ha hecho que pasara por encima de las cosas con las que trataba con espíritu de conocedor, y lo tuviera –ésta era la sensación que transmitía– siempre todo en venta. Algo así como tratar con afecto pero sin apego ninguno.

Con una excepción: el arte de su abuelo, el pintor Joan Fuster, del que este año se cumple siglo y medio de su nacimiento y cuya obra, Oliver Maneu, ha ido coleccionando, recopilando y rescatando durante décadas de aquí y de allá sin importarle la manera de hacerlo. O sea, lo que le costara. Y este año, en Valldemossa, ha comisariado una gran exposición, «Joan Fuster, 150 aniversari», en la que ha reunido la vida pictórica de su abuelo como el que se acoge no sólo a un árbol genealógico sino a una de las razones de su vida. La exposición, con el apoyo del ayuntamiento de Valldemossa y ya clausurada hace un par de semanas, ha sido una delicia y un mapa de la Mallorca que fue y conservamos gracias a la pintura realista del XIX y principios del XX. Pero todavía queda un legado a contemplar y es la serie de pinturas de Fuster que se conserva en el Museu Municipal de Cartoixa. Esta parte de la exposición es estable y vale la pena, si no llegaron a ver «Joan Fuster, 150 aniversari», un fragmento de la memoria de Valldemossa.

Y algo debe tener Valldemossa, que fomenta los rescates de la memoria. Los que escribió Sebastià Trias Mercant, trabajos estupendos que iban de la etnología y la cultura popular a la filosofía, el lulismo y el mundo archiducal. El de Joan Fuster que su nieto ha llevado a cabo este año. O los de la familia Sureda, cuyo motor han sido sus nietas Catalina y Elvira, especialmente. Cuando yo tenía trece o catorce años, de la memoria de la familia Sureda –nuestro Bloomsbury particular– sólo quedaba viviendo en el pueblo Susana Sureda Montaner, una mujer solitaria y huidiza que solía girarse a menudo por si la seguían. Ahora hay varios documentales, la presencia de Pazzis y también la del poeta Jacobo Sureda, que se trajo a Borges a la isla; se han editado –con la colaboración de Perico Montaner en sus tiempos de director del Archivo Municipal de Palma– las memorias de la pintora Pilar Montaner y su correspondencia; hay una biografía de Juan Sureda y la cosa continúa, imparable. Todo esto ha ocurrido en pocos años. Detrás, como Penélope en el tapiz, las hermanas Sureda Cañellas cuya labor está siendo tan ingente, cuidadosa y variada como lo ha sido la de Maneu en la recuperación de la obra de su abuelo.

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