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Miguel Vicents

Añoranza de la solemnidad perdida

Vaya usted a saber por qué y si tendrá algún efecto en el desarrollo de sus personalidades, pero observo con estupor la tendencia creciente de cada vez más colegios, públicos y privados, de celebrar a final de curso ceremonias pretendidamente solemnes de graduación con niños de primaria o bachilleres, a quienes se disfraza con togas y birretes, se les obliga a escuchar los discursos de sus maestros sobre la etapa que acaban de superar y, finalmente, se les obliga a entonar el Gaudeamus Igitur, el himno universitario, ese canto a la brevedad de la vida difícil de asimilar a tan corta edad por un imberbe que quizá nunca ingrese en una facultad, en una lengua que, además, seguramente no aprenderán, porque el latín, como la filosofía, ha sido desterrado de los planes de estudio. Los padres, aunque sus retoños hayan pasado curso con calabazas (mejor eso, dicen, que provocarles una violenta frustración ) comparten la foto del niño en sus redes sociales como si se hubiera doctorado en Harvard, Oxford o Heidelberg, con la frase de rigor para conseguir muchos likes. «Mi amor, quemando etapas» . Y dos corazones cursis atravesados por flechas.

Esa añoranza de lo solemne también se observa en algunas bodas civiles actuales, celebradas en salones de hotel o grandes predios alquilados por una fortuna. Ahora los novios no se contentan solo con agasajar a sus invitados con el ágape, los castigan a asistir a un pretendido oficio nupcial con amigos que se prestan a ejercer de oficiantes, intercalando poemas y lecturas de cartas con voces temblorosas que provocan el irremediable moqueo entre los íntimos. Para terminar la simulación suena una balada pop. Y los invitados son informados de que ese pastiche es la canción de los novios, qué ilusión. La sociedad laica ha permitido grandes avances. Pero si se me permite decirlo aquí, sin Dios ni una suite de Bach no hay solemnidad posible y todo parece impostado.

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