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Ramón Aguiló

escrito sin red

Ramón Aguiló

Núñez Feijóo y el melón constitucional

La semana pasada, el nuevo líder del PP planteó al presidente del Gobierno la posibilidad de un pacto con el PSOE para cambiar la Constitución Española. La propuesta consistiría en la eliminación del término «disminuidos» del artículo 49. Se cuidó mucho Feijóo de aclarar que el cambio constitucional se limitaría estrictamente a eso, a cambiar ese artículo sin utilizar de forma torticera la discapacidad para abrir el melón de la reforma constitucional (¡qué horror el melón!) y evitando a toda costa el referéndum. Feijóo se ratificó en que esa reforma es oportuna, es procedente, está justificada y la debemos hacer. No explica cómo evitaría el referéndum, pues como dice el artículo 167.3 de la C.E.: «Aprobada la reforma por las Cortes Generales, será sometida a referéndum para su ratificación cuando así lo soliciten, dentro de los quince días siguientes a su aprobación, una décima parte de los miembros de cualquiera de las Cámaras». Así pues, no es suficiente un pacto entre PP y PSOE para que no haya referéndum; se requiere que no lo soliciten un mínimo de 35 diputados o senadores.

Las acotaciones introducidas por Feijóo en su propuesta revelan la obsesión de la oligarquía partitocrática en que no se toque una coma de la C.E. que pueda derivar en una disminución del poder absoluto de los partidos en beneficio de la soberanía de los ciudadanos. Tanto, como para calificar de «torticera», es decir, de injusta, que no se adecua a las leyes, tampoco a la razón, cualquier intención de acometer, después de más de cuarenta años, no solamente el cambio del artículo 49, sino, también el 56.3 que declara al Rey inviolable (según el Tribunal Supremo, incluso por actos particulares no refrendados por el Gobierno), el 57.1 que privilegia el varón respecto a la mujer en la sucesión al trono. No se acaba de entender que pueda ser calificada como «torticera» la intención de extender la reforma constitucional a todo lo que requiere ser reformado. Por ejemplo, reformar el sistema electoral proporcional y la circunscripción electoral de la provincia consagrados en el artículo 68; u otras modificaciones que aseguren la separación de poderes, no solamente entre el ejecutivo y el judicial, sino también entre éstos y el legislativo, o el título VIII, o la figura de un Rey. Así pues, para el líder de la oposición y posible presidente del Gobierno es torticero cualquier intento de limitar el control absoluto de las élites políticas extractivas sobre el sistema político.

Llevamos más de veinte años sabiendo que el sistema político es un enfermo crónico azotado por la corrupción, la incompetencia, el clientelismo, la colonización de las administraciones por los partidos políticos y la politización de la justicia. Por mucho que los líderes partidarios se empeñen en proclamar que la nuestra es una democracia plena, todos sabemos que, aunque desde el punto de vista formal pueda parecerlo, es profundamente deficiente. Las listas electorales bloqueadas y cerradas aseguran el control absoluto de las cúspides partidarias sobre diputados y senadores que no responden ante los electores sino ante las direcciones que elaboran las listas y les aseguran el futuro. Se justificó tal medida en la debilidad de los partidos tras cuarenta años de dictadura, pero ha quedado para siempre, como un candado que eterniza la oligarquía partidaria. Cuando en 2011 estalló el 15M y surgieron nuevos partidos estatales como Podemos o Ciudadanos al grito de «parece democracia, pero no lo es» o «no nos representan» algunos, pocos, avisamos de que los nuevos partidos no pretendían cambiar el sistema político, sino incorporarse a él, acceder a la condición de «casta» como casta privilegiada eran las élites del PP y del PSOE. Sabemos que todo ello ha sido posible debido al diseño constitucional que así lo prefigura, un diseño que se basa en la desconfianza en la soberanía de los ciudadanos y en la apuesta por un Estado controlado por élites. Si las consecuencias no fueron tan evidentes durante los años ochenta fue en buena medida por la clase política de la Transición, impulsada a la acción por motivaciones éticas. Arrinconada esa clase, la profesionalización de la política ha generado un tipo de político que no tiene como prioridad la defensa de los intereses de los ciudadanos sino la defensa de su nicho económico.

Estamos mal, tan mal como para tener un presidente como Sánchez, que no hace otra cosa sino representar el culmen del deterioro del sistema político. Falta de escrúpulos, mentiras, cesarismo, clientelismo, amiguismo, connivencia con los enemigos del Estado y hasta con los enemigos de España para mantenerse en el poder, no hay ni una sola causa noble que no haya sido sacrificada en el altar del poder por parte de este lamentable presidente que sucede a otros lamentables presidentes del PP y del PSOE. Su última intervención en el Senado a propósito del primer debate con Feijóo ejemplifica, con su insoportable chulería, «estorban, estorban, estorban», el crédito que pueden merecerle a este autócrata narcisista las reglas formales propias de una democracia. Sólo un autócrata puede calificar en una democracia de estorbo las proposiciones políticas de la minoría opositora. Es en este estado comatoso del sistema cuando aparece un nuevo aspirante a liderar el país, Feijóo. ¿Y qué nos propone?: Hacer una reforma consensuada de la C.E. con el PSOE consistente en cambiar el fonema «disminuidos». La montaña parió un ratoncito. Parece una democracia y no lo es. Parece una tomadura de pelo y lo es. Ya sabemos, por tanto, que el sistema político seguirá comatoso por los siglos de los siglos y España seguirá débil e ineficiente, pues no cabe esperar excelencia, competitividad y liderazgo de un país con instituciones tan poco ejemplares. Vendrá sí, quizá, el contable Feijóo, un hombre que quizá pueda ofrecer algo de sensatez en presupuestos y cuentas. No digo que no sea necesario, es más, es imprescindible. Pero siendo imprescindible la sensatez, como imprescindible es la anestesia en una cirugía, es totalmente insuficiente para extirpar una tumoración que amenaza a todo un país con una existencia permanente en la unidad de cuidados intensivos. Estamos tan hundidos que la sensatez puede sabernos a gloria, pero será una sensación pasajera. Al poco rato el dolor de la tumoración nos va a despertar del ensueño.

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