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Emma Riverola

Rufián y el clasismo

El histrión ya no es tan divertido, ahora que dirige sus andanadas a una parte del nacionalismo que lo adoptó

Una cierta concepción clasista colocó a Gabriel Rufián en los puestos de honor de ERC. Ni su compromiso político ni su activismo forjaron su carrera. Más bien fue la unión de dos ambiciones. La personal del político y la de un partido que buscaba a alguien que le recitara en castellano. A ERC le pareció que ese joven que exhibía soberbia y descaro podía arrastrar a un votante que el estrabismo nacionalista reducía hasta la caricatura. Rufián se paseó por el cinturón metropolitano con sus rimas y argumentos fáciles, demasiado fáciles. Decir que los fascistas «auspiciaron, pactaron y tutelaron la Constitución» de 1978 era lo más parecido a una obscenidad histórica. Aunque siempre buscó el voto del ciudadano de izquierdas, Rufián hizo las delicias de los nacionalistas catalanes. No tenía freno en la crítica, especialmente duro contra el PSOE. Amante de los ripios, especialista de la humillación y la astracanada.

Pero el histrión ya no es tan divertido, ahora que dirige sus andanadas a una parte de ese nacionalismo que lo adoptó. El clasismo que le aupó como una suerte de trasnochada emulación del Pijoaparte tiene muy presente cómo acabó el personaje de Marsé. «Tarados» pueden ser los otros, nunca los propios.

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