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Norberto Alcover

EN AQUEL TIEMPO

Norberto Alcover

Lágrimas en la silla

Valencia. Mercado de Colón. Hacia las doce del mediodía. Mientras contemplo la maravilla de rehabilitación del entorno y tomo una suave horchata, aparece una mujer empujando una silla de ruedas en la que está sentado un hombre. Lo aparca junto a una mesa enfrente de la mía. El hombre, en la treintena, está alicaído y mantiene la mirada gacha. La mujer, sin apenas sentarse, indica a la camarera que le ponga una coca cola, al hombre. Y ella desaparece. No le quito la mirada y el hombre no reacciona, quietísimo como está. De pronto, percibo que unas lágrimas recorren sus mejillas. Me desconcierto. Quisiera ayudarle pero no consigo levantarme del asiento. Tal es mi conmoción. Hasta que arranca a llorar desconsoladamente. Siempre con la mirada baja, ausente. La camarera me mira interrogándome por la situación. Las mesas de alrededor están vacías. Me levanto y le pregunto si necesita algo, a la vez que le tomo por los hombros. Dice la palabra pañuelo, y le entrego unas servilletas de papel. Se limpia las lágrimas. Y así, alza su rostro y esboza una sonrisa. Junto al hombre, de pie, permanezco un rato, hasta que reaparece la mujer, toma la silla y marchan hacia la salida. Al cabo de un rato, pago y quedo en interrogación. ¿Qué pasaba entre los dos?

Durante unos días, he rehabilitado mis amistades valencianas. En los más jóvenes, unas ganas de vivir casi entusiasta. En los de más edad, una tristeza profunda y silenciosa. Como si estuvieran en la silla y fueran el hombre de la silla y la vida pareciera como la mujer, esa vida que ha dejado tirados en la cuneta a varios entrañables amigos y amigas. Hace tres años estaban y ahora ya no están. El grupo de amistades bien cultivadas, se reúne para hablar de los que han marchado. Quietos en la silla de la vida, dejamos caer unas lágrimas por nuestras mejillas, sin apenas palabras, sin posibilidad de consuelo. En un momento dado, se abre la puerta de la casa, y aparece una de las hijas para decirnos en tono festivo que ya está bien de caras largas, que hay que mirar de frente al futuro. Llega hasta mí y me abraza: «venga Norberto, anímales, mi padre metería bulla», y desaparece en las habitaciones. Digo una chorrada para distender, pero siento un dolor insufrible en el alma. La melancolía se ha roto y se comienza a hablar de los nietos, esa maravilla que acaba en carcajadas porque llenan las ausencias, las hacen presentes, como si la mujer acariciara al hombre de la silla, como si el hombre comenzara a saltar de alegría. ¿Recuerdan El festín de Babette y de qué insólita forma un grupo entristecido recupera la dicha de vivir por obra y gracia de una sabia cocinera? Paradójicamente, la llegada de la hija actuó así, fue nuestra cocinera, nos devolvió el susurro de la vida, y acabamos mirándonos como resucitados vivientes.

Estos días, he comprendido de verdad el palo que nos ha supuesto el encerramiento de casi dos años. Nos ha distanciado y se ha llevado por delante a personas tan queridas, tan nuestras. Nos hemos vuelto suspicaces. Unos están como el hombre de la silla, enquistados en su misterioso silencio, hasta las lágrimas, y otros necesitan reír de nuevo, agarrar las delicias de la vida porque no pueden permitirse el tonteo de la desesperación. Y si les decimos que han pasado cosas muy serias, tal vez nos respondan que somos unos pesados, como la mujer del Mercado de Colón. Y todo esto te lleva a pensar muy despacio sobre la distancia entre la senectud sobria y la juventud deslumbrante. Con esa mediana edad que no sabe dónde situarse. El hombre de la silla, sus lágrimas. Necesitamos que alguien nos ponga sus manos en los hombros y nos dé unas servilletas de papel para enjugar esas lágrimas. Pero nunca llegamos a hacerlo por esa maldita vergüenza de personas educadas y cerebrales. Nos hemos distanciado de las emociones propias y ajenas para encerrarnos en castillos inexpugnables. Como si fuéramos fuertes, todavía treintañeros maravillosos.

En otro momento, quedé citado en el mismo lugar con los hijos e hijas. Nada del hombre de la silla ni de la mujer desagradable: abrazos, risas, brindis al sol que todo lo empujaba hacia el futuro y me decían dos que sus padres, desaparecidos durante la pandemia, hablaban de mí en momentos anteriores y me echaban en falta. Y de pronto, uno de los hijos deja caer estas palabras: «Ahora, tus amigos somos nosotros». Y caí en la cuenta del relevo generacional y de la hermosura de la vida. No lo notaron, pero alguna lágrima apareció. Esa noche, la última en la ciudad alegre y confiada que es Valencia, pensé que la vida no va solamente del hombre de la silla y de sus lágrimas, del desconsuelo y de pérdida. Porque la vida tiene que ser un permanente brote de esperanza para dar precisamente sentido a quienes marcharon. Y que siguen estando junto a nosotros misteriosamente.

A mi vuelta a mi ciudad, escribo estas líneas como testimonio sencillo de unos días marcados por los vaivenes de la amistad. Y me pregunto, sin poder evitarlo, que fue de las lágrimas de aquel hombre a quien solamente pude ofrecer unas servilletas de papel.

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