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Ángeles González-Sinde

Ser muchos, ser distintos

Hay un momento en la novela El comensal en que el personaje de la narradora regresa a los lugares donde estuvo con su madre enferma. La sala de espera de un hospital oncológico, la habitación donde estaba ingresada, la tienda donde compraron una recopilación de Abba, el restaurante donde tomaron una merluza que no le sentó bien… Esta semana he vuelto a Pamplona donde hace 12 meses rodaba la versión cinematográfica de la novela que me enamoró en 2015 cuando Gabriela Ybarra la publicó. La ciudad aún no había despertado y tras desayunar decidí dar las gracias al santo cuya capilla está frente al hotel. Ni soy creyente ni tengo ninguna formación religiosa, tal vez por eso entro en las iglesias con gusto y sin prejuicio. Me gusta la energía de los templos como me gusta la energía de los museos que para mí son una misma cosa, lugares de espiritualidad y recogimiento donde acudimos con nuestros miedos y anhelos a reposarlos, por ver si se opera un cambio. Una iglesia es para un urbanita lo más parecido al mar para los que viven en la costa. El mar te dice que eres solo una partícula pululando por el cosmos, la vida es mas grande que tú. La iglesia te dice que sientes lo que ya sintieron otros, temes con sus mismos temores, eres parte de los otros como los otros son parte de ti. Salí de la iglesia y paseé por la ciudad como había bajado al desayuno, con la tarjeta de mi habitación en la mano.

Me emocionó pisar de nuevo los escenarios que hace un año invadíamos con nuestros camiones y artilugios. Ahora estaba sola y me decía «aquí fui feliz». Sé que fui feliz porque formaba parte de algo y no hay sensación más plena. Éramos una troupe obstinada en reproducir en la pantalla una novela que a su vez reproduce la vida de Gabriela y su familia. Se cumplían 14 años sin hacer cine. Es mucho tiempo. Pero al fin he vuelto a esa casa, la de mi padre que era productor, director y guionista, para a desempeñar un oficio que él nunca pudo verme ejercer. Una profesión extravagante que es mitad juego, mitad técnica muy sofisticada aplicados con gran esfuerzo humano y económico para desmenuzar la vida, ponerla bajo el microscopio y volver a recomponerla después. Pensé también que hay muchas maneras de hacer daño, de cobrar venganza y herir. Con las armas, como en El comensal, y con la palabra.

En 2012, cuando salí del Gobierno, un productor me aseguró que jamás volvería al cine, que nadie me contrataría. Era una persona en la que yo confiaba, había ido a pedirle trabajo, y le creí. «No regresarás a la casa del padre» es una maldición bíblica. He debido purgar mis pecados en estos dos septenios, porque El comensal se ha filmado y estrenado. Ha sido un camino largo y si hemos llegado hasta la meta es por el esfuerzo de sus productores, Gerardo Herrero, muchos años al frente de Tornasol, y la jovencísima y aguerrida Isabel Delclaux que ha resguardado de los temporales y defendido la película desde el primer día. Hay que ser de una pasta especial para ser productor, yo carezco de esa estamina. Una película más es algo que el universo no necesita y me hundiría al segundo «no». Los productores, sean debutantes o veteranos, se enfrentan con coraje a muchos «no».

Estos días en los periódicos se habla de ellos, de su lucha por no ser expulsados del mapa por los grandes grupos. Ojalá se les escuche porque el cine es una manera de habitarnos, es una forma de significar para los otros, de registrar, codificar y difundir nuestra experiencia y no hay fórmulas para atraer la mirada del espectador. Si las hubiera, sería el negocio más seguro del mundo y no uno de los de mayor riesgo. Una película que nos gusta deja en nosotros su huella, que solo la puede encontrar cada narrador a su modo, haciendo malabarismos entre la lógica de la creación y la lógica pragmática de la industria. Una cinematografía es mejor cuando somos muchos y todos distintos los que hacemos películas. Eso es lo que los productores independientes intentan explicar y salvaguardar: un mundo de películas de todos los tamaños, estilos y colores que compongan un retrato mas fidedigno de quiénes somos.

La cultura sirve solo para eso, para ponernos en el lugar del otro sea para correr aventuras y salvar el mundo como un superhéroe o para saber que lo mismo que nos dolió a nosotros les duele a otros. La cultura hace las preguntas que nos unen mediante lo que nos separa. No es un parlamento ni un campo de batalla donde agredirnos. Es una mesa en la que encontrarnos en la que siempre cabe alguien más. No dejemos de hacerle hueco.

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