“¡Ay, si los españoles estuviéramos a la altura de nuestros paisajes!”

La exclamación es de Francisco Giner de los Ríos, el fundador de la Institución Libre de Enseñanza, ese modelo de educación que pretendió modernizar España pero que fue laminado por el franquismo, y continúa vigente, si no es más pertinente aún que cuando la pronunció Giner. Un siglo y pico después, el trato de los españoles al paisaje no solo no ha mejorado sino que ha ido a peor. Para comprobarlo basta un paseo por nuestra geografía, en la que se suceden las agresiones de todo tipo a la naturaleza (cicatrices de las antiguas minas a cielo abierto, campos de placas solares y gigantescos molinos eólicos, construcciones aberrantes en sitios insospechados, playas domesticadas a base de cemento y mal gusto, el feismo de tantas casas nuevas…), aunque también se puede constatar echando un vistazo al libro que el periodista Andrés Fernández Rubio acaba de publicar sobre las barbaridades que se han causado al paisaje en este país de bárbaros irredentos. España fea. El mayor fracaso de la democracia retrata muchas de ellas, de la construcción del hotel El Algarrobico en pleno Parque Natural del Cabo de Gata almeriense a la destrucción de La Pagoda madrileña de Fisac, un hito de nuestra arquitectura moderna, a la vez que reflexiona sobre la responsabilidad de todos en la falta de respeto a la naturaleza y a nuestro patrimonio paisajístico, tanto el urbano como el natural. Para Fernández Rubio el desastre empezó en los años 50 con el desarrollismo desbocado de un régimen autárquico que quería salir de la pobreza, para lo que no reparó en los métodos, y continúa hasta el día de hoy sin que nadie ponga freno a la destrucción creciente de nuestros paisajes, la gran riqueza de este país a pesar del maltrato que soportan.

Dice Andrés Fernández Rubio que la gran decepción en este terreno fue el paso por el poder de Felipe González, que en tres legislaturas fue incapaz de legislar a favor de la protección del paisaje en contraste con lo que se estaba haciendo en Europa, lo que llevó al artista lanzaroteño César Manrique, propulsor de la conservación de su isla natal, a decir: “Menuda herencia para las generaciones futuras con esta panda de burros”. La socialdemocracia española, tan aficionada a mirarse en sus correligionarios europeos, en la protección del paisaje no solo no les imitó sino que presumió de su “milagro” económico, aquel que se llamó popularmente el pelotazo y que terminó por destrozar lo poco que quedaba de la España virgen.

Ahora viene una nueva amenaza para los paisajes españoles, especialmente para aquellos que por el atraso de las sociedades que viven en ellos se han conservado más puros, y es el de una nueva invasión energética, este vez en forma de placas solares y molinos de viento. Con el argumento de la necesidad de energía y con el consentimiento de todos los gobiernos, ya sea el central o los autonómicos y sean de la ideología que sean, los campeones del liberalismo están volviendo a arrasar el paisaje español sin reparar en que es patrimonio de todos y una de las necesidades básicas para nuestro bienestar social, como la sanidad y la educación, la seguridad o la justicia. Aunque como estos no sea citado en la Constitución española, el derecho al paisaje debería ser un derecho constitucional también, pues de su disfrute depende nuestro desarrollo armónico y la felicidad a la que aspiramos y que no solo depende de la economía, también del espejo en el que nos miramos.