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Ramón Aguiló

escrito sin red

Ramón Aguiló

¿Explicaciones? Ahí van unas cuantas

La respuesta de Juan Carlos I a la pregunta de una periodista, en plena efervescencia juancarlista en Sanxenxo, sobre si iba a ofrecer explicaciones, «¿Explicaciones de qué?», se hizo viral, generando multitud de consideraciones en la prensa española. La cuestión la ha planteado el gobierno de Sánchez ante la vuelta del emérito, al no tener cuentas pendientes con la justicia. La portavoz, Isabel Rodríguez, es quien ha protagonizado esta exigencia, refiriéndose a las conductas «poco ejemplares» del padre de Felipe VI. Rodríguez, revistiéndose de fiscala inquisitorial, ya se sabe, del lado bueno, del lado inmaculado, del lado de Sánchez y del PSOE, perseguía el escarmiento público que no se había conseguido con la abdicación de 2014 ni con la «expulsión» de JCI de España en 2020. Para ello era imprescindible una auto confesión que dejara chiquita la de 2012: «Me he equivocado y no volverá a ocurrir». La saña de Rodríguez me ha recordado a Dostoievski: «Hombre, hombre, no se puede vivir sin nada absolutamente de piedad». O a Saint-Just: «No se puede reinar inocentemente». Ambas citas figuran como epígrafes en El cero y el infinito, de Arthur Koestler. El fiscal de un proceso inquisitorial, aunque persiguiera la muerte del encausado, al menos se justificaba en que el objetivo era salvar su alma.

¿Qué explicaciones podía ofrecer JCI? ¿Acaso no se sabe todo o, al menos, lo más sustancial? ¿O es que se perseguía otro objetivo, una completa auto inmolación del personaje, que resaltara aún más la virtud republicana de la coalición socialista-podemita que sostiene al gobierno? JCI es un juguete roto; con muchísimo dinero, pero un juguete roto. Con una fortuna elevadísima en el extranjero, que el New York Times estimaba superior a los 2.000 millones de dólares. La explicación del Gobierno es así de simple, todo se explica por la conducta del emérito, un hombre poco ejemplar que ha causado enormes perjuicios a la Corona y a España. La posición del centro-derecha, especularmente simple, «JCI no tiene cuentas pendientes con la justicia, sus logros en la Transición prevalecerán sobre la etapa final de su reinado».

Tanto unos como otros, para denostarlo o para exaltarlo, reducen las explicaciones bien a la falta de una conciencia moral que le deslegitima totalmente, bien a equivocaciones personales que no empañan una labor histórica. En el caso de los primeros, sería interesante conocer si su falta de conciencia moral aparece en las postrimerías de su reinado o ya estaba allí, desde su inicio, como parecía anunciar la traición a su padre y su cercanía a Francisco Franco.

Fue en los noventa, cuando JCI reinaba con todo el esplendor que le confirió su actuación frente a los militares golpistas el 23 de febrero de 1981, cuando pasó de ser el rey impuesto por Franco, a ser el bastión democrático contra el golpismo militar, a ser intocable, cuando un abogado me contó, de buenas fuentes, que el rey ingresaba unos centavos de dólar por cada barril de petróleo que se importaba de Arabia Saudita; esa comisión, se le ingresaba en cuentas en el extranjero. Si lo sabía el abogado, era obvio que lo sabían los servicios secretos. Y si lo sabían ellos, lo sabía el Gobierno, el de Felipe González, el de José María Aznar, el de Rodríguez Zapatero, el de Rajoy. De sus temerarias relaciones amorosas, sea con Bárbara Rey o con otras, con dispendios o chantajes pagados por los servicios secretos, también las conocían los respectivos gobiernos. Pero no sólo ellos, también los directores de los principales medios de comunicación y del Ibex que participaban en lo que se llamaba el poder mediático. Nadie dijo nada, a excepción de Jesús Cacho, que relató las trapisondas con Bárbara Rey. Después llegó el nuevo milenio, el caso Nóos, Corinna, el AVE a la Meca, Botswana, la abdicación, las cuentas en el extranjero, una AEAT genuflexa y el CNI en Londres amenazando a Corinna; ¡ay!, los 65 millones de euros.

Todo lo que sucedía lo conocía el CNI y, por tanto, el Gobierno de turno en cada momento, del PSOE y del PP. Si conocían los Gobiernos las conductas poco ejemplares y los delitos que cometía JCI y no los denunciaban, ¿no eran cómplices del emérito y, así mismo, delincuentes los mismos que los formaban? Ah, es que según el artículo 56.3 de la C.E. la persona del rey es inviolable. Aquí hay que hacer referencia a la insolvente doctrina del Tribunal Supremo que ha provocado que, o bien por prescripción o bien por haber ocurrido antes de la abdicación y, por tanto, cuando ostentaba la condición de inviolable, no se podía procesar a JCI por los delitos que se le atribuían. O sea, que podía JCI instalarse en la Gran Vía con una ametralladora y asesinar a cientos de personas y no se le podía imputar ningún delito. Ésta es una doctrina aberrante. La única interpretación racional del Artículo 56.3 es que la inviolabilidad sólo se puede aplicar a los actos refrendados por el presidente del Gobierno y, en su caso por los ministros competentes o el presidente del Congreso, de acuerdo con el artículo 64. El TS ha hecho decaer el principio de legalidad frente al encausamiento, que posiblemente se hubiera llevado por delante al régimen del 78.

La conducta de JCI, la impunidad con la que ha actuado, es fruto de su incuestionable falta de conciencia moral; pero no habría podido generar por sí misma unas consecuencias deletéreas sobre la sociedad española y de la propia democracia sin la colaboración de unos Gobiernos de la nación que han mirado hacia otra parte en unos casos y, en otros han colaborado, a través del CNI, en actuaciones delictivas, algunas de las cuales pueden generar más daño en el futuro; y sin el silencio de los medios de comunicación. De ahí que me parezca escandalosa la hipocresía del Gobierno y de los medios, de que se quiera estampillar sobre la conciencia pública la idea, falsa, de que todo este desgraciado final tiene un único culpable y una cabeza de turco: Juan Carlos I, el Rey de la máquina de contar dinero. Ésta es la forma en la que se pretende exorcizar de toda responsabilidad de la degradación política y moral, al sistema partitocrático que sufrimos. La monarquía está herida, no sé si de muerte, pero, con ella, también lo está el sistema político del que emana. La primera, por pecados de comisión; los gobiernos y el poder mediático, por pecados de omisión.

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