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Norberto Alcover

EN AQUEL TIEMPO

Norberto Alcover

El valor de la imperfección

Afinales de los sesenta, mis profesores de música cinematográfica comentaban con un cierto menosprecio la aparición en las pantallas italianas de un tal Ennio Morricone, un músico que ponía bandas sonoras nada menos que a ese género ya conocido como «spaghetti western». Y solían citar como referencia emblemática Por un puñado de dólares, realizada en 1964. Recuerdo que se reían, no sin cierta mesura muy italiana, de ese intento de trasladar la pureza de la composición musical a una acción dominada por la violencia y la barbarie, incluso mediante ese pitido insistente de la flauta popular. Eran víctimas de otro menosprecio: el del maestro de composición del mismo morricone, Gofredo Petrassi, quien una y otra vez repetía que la música era «pureza extrema», es decir, «absoluta perfección», y por lo tanto era imposible conducirla hasta territorios impuros e imperfectos. Casi me lo creí. Pero al cabo de los años, visioné La Misión, de Roland Joffé, y comprendí hasta qué punto la impureza artística podía contener maravillas de perfección precisamente en su exceso, en su grandiosidad, en ese cabalgar entre la ampulosidad sinfónica y la precariedad popular. Y de ahí, salté hasta plantearme «el valor de la imperfección». La misteriosa capacidad de lo imperfecto para engendrar inesperada y desconcertante perfección. Corría 1986. Y se lo transmití a mis alumnos universitarios mientras nos dejábamos seducir por esta maravilla que es Erase una vez en América. Y lo comprendieron perfectamente.

Ahora, al contemplar Ennio: el maestro, el documental sobre la vida, la música y los avatares del genio italiano, todo se ha puesto en evidencia y cuando salía del Augusta palmesano parecía soñar en la noche de la ciudad, invadida por extranjeros. Siempre solemos referir la cuestión de la pureza y la impureza a una dimensión carnal, pero esta reducción un tanto dogmática nos impide contemplar en el conjunto de nuestra vida, que en su intencionalidad puede ser pura o bien impura, perfecta o imperfecta, luminosa o tal vez un tanto oscura. Y caemos en la tentación de ensalzar las delicias de lo puro en detrimento de lo impuro. Pero resulta que, en tantas ocasiones, lo puro es tan evidente, tan equilibrado, tan redondo que, sin poder evitarlo, nos fatiga y hasta nos distancia. Las grandes óperas necesitan instantes de magnífica ruptura de la clasicidad para alcanzar precisamente la perfección perseguida. La impureza o imperfección de Morricone, marcada en sus comienzos como trompetista, ha sido su exquisita, misteriosa y admirada perfección. Para que nos entendamos, existe una «perfección impura», una «pureza destruida», una «manoseada perfección». Las bandas sonoras del maestro Ennio sobre la suciedad del Oeste, con sus guitarras percutantes, con sus chirridos fascinantes.

Mientras me detenía en todas estas elucubraciones, releía por enésima vez Palabra de hombre, del desgraciadamente olvidado Roger Gaudy, un gran texto del filósofo y militante marxista cuando se plantea su identidad cristiana. Y descubro subrayado a lápiz en la edición de 1976 estas palabras: «En todos los casos, el amor tiene la virtud de convocarme ante el tribunal supremo, el de la trascendencia. ¿Soy capaz de salir de mí mismo y de renunciar para acoger no solamente al otro, sino a todo otro que no se me puede revelar sino a través de él?». En su momento, estas palabras me las apliqué a mí mismo y solamente con el tiempo he obtenido una discreta respuesta, porque he ido cayendo en la cuenta de la relevancia del amor en la existencia humana. En el documental que nos concita, resulta que en la base de toda musicalidad de Morricone está la que fuera su esposa durante toda su vida, Maria. Su amor, tan generoso y tan a ras de tierra, le permitió acoger «al otro», que en su caso era esa música un tanto bastarda, también a ras de tierra, tan del oeste, tan del militar culpabilizado, tan de esos inmigrantes llegados a un mundo nuevo. La pureza de su impureza o la perfección de su imperfección se basaba en ese amor que fluía cada jornada de su relación con Mará. Y por esta razón, su última obra cumbre fue la Misa en el Bicentenario de la Restauración de la Compañía de Jesús, estrenada en la iglesia del Gesú, en honor al papa Francisco, en 2015. La música fílmica de Ennio, tan impuramente pura, consiguió abrirle, en plenitud, a esa trascendencia que también degustó el marxista Garaudy.

Decir que será bueno ingresar en las filas de los impuros, de los imperfectos, de los un tanto oscuros para vivir con el silbido auténtico de la vida, es una mera evidencia al contemplar la magnífica obra del «hombre de la trompeta», que siempre se mantuvo «por amor de María», y dió a luz esas maravillosas músicas que han llenado nuestras vidas cinematográficas haciéndonos mejores personas. ¿Que el documental es un tanto largo? Seguramente. Pero entregados como estamos a tanta fastidiosa pérdida de tiempo por las palabras de nuestros gobernantes, perderlo un poquito escuchando a Morricone, es una ganancia.

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