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Antonio Papell

El debate de la meritocracia

En la España actual, y en contra de lo que podría deducirse de la intensidad de las discusiones parlamentarias, hay escaso debate ideológico, más allá de los consabidos tópicos no siempre fruto de la racionalidad. Pero en los últimos días, a raíz de diversas publicaciones, se ha abierto una jugosa y creativa disputa en torno a la meritocracia y al ascensor social, asuntos clave en el desarrollo de las sociedades modernas actuales.

La controversia está establecida entre quienes creen absoluta e incondicionalmente en la meritocracia, es decir, en que el esfuerzo personal lo puede todo y es capaz de llevar a la persona, tan solo mediante sus propias fuerzas, allá donde pretenda llegar, y los que creen que «la meritocracia es una trampa», como decía en un resonante artículo hace unos días Sergio C. Fanjul, siguiendo la conocida senda de Michael J. Sandel. Según estos ideólogos progresistas, el esfuerzo personal es indispensable para ascender en la escala social, en el mundo de la actividad económica, en el ámbito profesional que uno haya elegido; pero ese tesón voluntarioso es tan solo un factor más de los muchos que intervienen en este ascenso, en bastantes de los cuales no somos capaces de influir. Estadísticamente, se ha comprobado que la cuna (la herencia), el azar (la suerte) y el talento personal (la capacidad y la inteligencia, más o menos influidas por el proceso de aculturación y educación convencional) influyen en el referido ascenso. En definitiva, el nivel socioeconómico familiar de partida y el grado de integración de los progenitores, capaces o no de influir en los ámbitos en que se toman las grandes decisiones, son elementos indisociables del destino personal de cada uno en la vida.

Acaba de aparecer un análisis del investigador Javier Soria elaborado en el think tank EsadeEcPol titulado El ascensor social en España: un análisis sobre la movilidad intergeneracional de la renta en el que, partiendo del Atlas de Oportunidades de Kiko Llaneras, Octavio Medina y Elena Costas, que establece una relación muy directa entre el estrato social y el nivel de renta, obtiene tres conclusiones: una, la existencia en España de una curva de Gran Gatsby a nivel territorial: a mayor desigualdad de renta de partida por CCAA menor movilidad intergeneracional absoluta, de modo que tales desigualdades paralizan el ascensor social [la curva del gran Gatsby es un gráfico que representa la relación entre la desigualdad económica y la inmovilidad social intergeneracional en un entorno determinado]; dos, las niñas tienen una movilidad intergeneracional sistemáticamente más baja que los niños; y tres, la migración interna favorece la movilidad intergeneracional, de modo que son los hijos de las familias con menores rentas los que más se benefician de la migración interna. Y Soria da dos recetas que el Estado debería aplicar para evitar estos fenómenos adversos: 1.-Invertir de manera diferencial en educación en aquellos territorios de baja movilidad intergeneracional, ya que en España los resultados educativos están muy asociados al origen social. Y 2.-Apostar por políticas que faciliten la libre movilidad geográfica de familias con menos ingresos para reducir la persistencia intergeneracional de la pobreza.

A pesar de estos resultados, que concretan en el territorio español tendencias ya muy conocidas globalmente, las fuerzas conservadoras enfatizan la meritocracia para cargar sobre los hombros de cada individuo el destino de su propia vida. En tanto los progresistas, instintivamente más intervencionistas porque piensan que las interacciones sociales pueden efectuar aportaciones positivas al hombre solo, creen que el Estado tiene la obligación de acometer una tarea planificadora e impulsora que podría facilitar el uso cada vez más masivo del ascensor social y, en última estancia, una reducción de la pobreza y una elevación de los valores mínimos y promedios de renta y bienestar.

Hoy, incluso la derecha comienza a creer que la integración social y el fin de la exclusión son factores de productividad económica, por lo que solo faltaría convencerla de que una eficaz planificación de la educación y de la movilidad interior podría actuar a favor de una meritocracia más transparente en que el esfuerzo personal se viese acompañado por las facilidades de contorno, en lugar de obstaculizado por las rémoras de partida. ¿Por qué no intentamos ese consenso?

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