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Xavier Arbós

La autonomía del Rey

Las decisiones tomadas, por la Casa del Rey o por el Gobierno, ante el regreso de Juan Carlos I demuestran que es necesaria una normativa sobre las obligaciones públicas y privadas del monarca

Ha vuelto Juan Carlos I, y su regreso ha puesto en evidencia una zona gris en la regulación de la monarquía, sobre todo en lo que se refiere a la autonomía del monarca reinante. Hemos podido escuchar, con versiones contradictorias, a periodistas de amplia experiencia en el seguimiento de los asuntos de la Casa Real. Se nos ha dicho que el programa de Juan Carlos I ha sido decidido por su hijo Felipe VI, quien no ha querido acceder al deseo de su padre de pernoctar en la Zarzuela. Otras informaciones señalan a La Moncloa como responsable de que el anterior jefe del Estado duerma en Galicia, en casa de un amigo.

Juan Carlos I no tiene ninguna responsabilidad institucional, y, formalmente, es un ciudadano común que puede viajar por España. Eso no significa que, como ocurre con cualquier otro ciudadano, pueda pasar la noche donde le plazca. Las instalaciones de la Zarzuela están a disposición del jefe del Estado, y no se le puede imponer la presencia de nadie, ni siquiera en una visita familiar en unos términos que el Rey no desee. Por otro lado, tampoco el Gobierno puede decirle al Rey cómo gestiona su agenda privada: con quién come, dónde lo hace y quién pasa la noche en su residencia. Creo, pues, que a quien le correspondía decidir es a Felipe VI, y podemos suponer que lo ha hecho, salvo que alguien lo desmienta oficialmente.

Dicho esto, hay que recordar que tanto el Rey como el Gobierno tienen un deber genérico de asegurar el funcionamiento regular de las instituciones. Eso significa que, ante los últimos episodios conocidos de Juan Carlos I, el jefe del Estado y el Gobierno están en la obligación de comunicarse para que las funciones constitucionales del Rey no se vean afectadas por la lamentable erosión del prestigio de don Juan Carlos. Así, aunque la decisión última sobre la relación de Felipe VI con su padre depende del actual Rey, la lealtad institucional del Gobierno obliga a este a hacer las recomendaciones que considere oportunas.

Estas consideraciones, como he apuntado, se sostienen en la lógica del sistema. Tenemos una monarquía parlamentaria, donde la Constitución dispone que los actos institucionales del Rey requerirán siempre del refrendo de un miembro del Ejecutivo, o, para tramitar la propuesta de un candidato a la presidencia del Gobierno, del presidente del Congreso (artículo 56.3). Pero nos falta normativa concreta que aclare hasta dónde llega la autonomía del Rey en actuaciones que no pasan por el Boletín Oficial del Estado.

Pensemos en los actos institucionales en los que el monarca pronuncia discursos: la Pascua Militar o la inauguración del año judicial, por ejemplo. Si acude o no para presidirlos, ¿depende solamente de su criterio? Lo que dice, ¿debe ser acordado con el Gobierno? Es probable que estemos de acuerdo en que la respuesta a la primera pregunta debe ser un no, y que la segunda debe ser respondida afirmativamente. Pero sería mucho mejor que hubiera una ley de la Corona que sirviera de referencia para que quedaran claras las obligaciones públicas del Rey y las que quedan en su ámbito privado. Y más importante, y aún más delicado, el margen de autonomía de la que debe disponer para no ser instrumentalizado por un Gobierno deseoso de aprovechar su figura con fines partidistas, así como lo que no puede hacer, ni siquiera en su agenda privada, en relación con intereses privados de empresas o particulares.

Se dirá, con razón, que ninguna ley puede entrar a fondo y eficazmente en esos terrenos, y que hay que confiar en el sentido de responsabilidad institucional del monarca y en de quienes se relacionan habitualmente con él. Pero la jefatura del Estado, tanto en monarquías como en repúblicas, es una institución que debe gozar de prestigio para que pueda disponer, en momentos críticos, de la autoridad moral imprescindible para representar y cohesionar a una sociedad. Nuestro tiempo, y las redes sociales, son poco deferentes hacia cualquier autoridad, y lo que para una generación resulta obvio, para la siguiente es discutible. Es inevitable, pero no siempre es positivo. Lo ideal sería la pedagogía del ejemplo, pero, por si no bastara, hay que pensar en legislar.

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