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Antonio Papell

Los límites de la inviolabilidad del Rey

El rey emérito Juan Carlos en Sanxenxo el domingo. EP

Decía Ortega aquello tan famoso de que «yo no sé una palabra de derecho, pero sí sé, llegado el caso, quedarme atónito», y es esta capacidad de reflexión la que nos ilustra a los profanos y a los analistas sobre la evolución del espíritu de las leyes o, si se prefiere, sobre el progreso del principio de legalidad. Los tribunales con capacidad para hacer jurisprudencia avanzan todos los días en el camino de la creatividad jurídica, y lo que hoy merecía determinada interpretación, mañana habrá cambiado.

Así las cosas y aun contando con que son los juristas quienes deben interpretar preferentemente las normas, no parece descabellado que los mortales ilustrados piensen masivamente que la inviolabilidad del jefe del Estado en una monarquía —una prerrogativa excepcional que podría atentar contra el criterio de la igualdad de todos ante la ley— solo es concebible si se refiere a los actos y funciones «que le atribuyen expresamente la Constitución y las leyes» (artº 56.1 C.E.) al jefe del Estado, como primer ciudadano del mismo, y no si se interpreta como una prerrogativa personal que le eximiría de toda su responsabilidad también en sus actos privados.

La inviolabilidad no planteaba problemas en las monarquías absolutas más o menos de origen divino ya que el monarca se hallaba en una hornacina sacralizada, más allá del bien y del mal, y él era incluso una de las fuentes del Derecho; en una monarquía parlamentaria, en cambio, el elemento más sustancial del rey es su neutralidad política, lo que le permite ejercer sus labores de arbitraje y moderación sin sesgos ideológicos. Dicha neutralidad impide que el jefe del Estado adopte decisiones políticas, de manera que sus actos han de ser refrendados por las autoridades políticas que asuman la correspondiente responsabilidad. En este sentido, el rey es el responsable de que prevalezca la dirección política del reino emprendida por la soberanía popular. La prueba más característica de esta posición apolítica de la monarquía la ofrece en el Reino Unido el hecho de que, cada año, el programa de gobierno de la legislatura sea redactado por el primer ministro y leído por el rey o la reina en un acto simbólico de gran expresividad.

La jurisprudencia española acerca de la inviolabilidad, como acaba de verse, ha interpretado que el art. 56.3 C.E. — «la persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad»— «exonera al Rey de cualquier responsabilidad». Así la ha interpretado también por tanto la Fiscalía General del Estado al archivar ciertas causas abiertas por actos aparentemente reprobables del Rey mientras ejercía la jefatura del Estado. Pero esta tesis jurídica no es unánime. En estas últimas semanas se han manifestado opiniones coincidentes y discrepantes con ella. La han defendido, por ejemplo, Juan María Bilbao, catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Valladolid, y su colega Alberto López Basaguren, de la Universidad del País Vasco, pero ha opinado radicalmente en contra, por ejemplo, Luis Rodríguez Ramos, catedrático de Derecho Penal de la Universidad Complutense: este experto, mencionado por el periodista José María Bruned, considera que la inviolabilidad se limita a los «actos propios» de «la competencia» del Rey, como sancionar o promulgar las leyes o disolver las Cortes y convocar elecciones, entre otros que recoge la Constitución. Estos actos estarán «siempre refrendados» por el presidente del Gobierno o el ministro competente en cada caso, que serán los responsables, según el artículo 64.2 de la Carta Magna. «Mi opinión es que la inviolabilidad del Rey no se extiende a sus actos privados», señala. Rodríguez Ramos afirma que su opinión se deriva tanto de la literalidad del artículo 56, como de su interpretación a la luz de la historia y de otros principios jurídicos, como la necesidad de tener en cuenta «la presente realidad social, como manda el Código Civil», o la aplicación restrictiva de los mecanismos legales de «carácter excepcional». No obstante, este jurista reconoce que su criterio es «minoritario».

Y la pregunta es obvia: ¿Podría el Tribunal Constitucional consolidar una interpretación moderna de la inviolabilidad que la redujera a los actos políticos del Rey, o estamos abocados a eliminarla mediante una costosa reforma constitucional si queremos defender a la monarquía de sí misma?

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