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Pedro Coll

Preferiría no hacerlo*

Piazza San Marco, Venezia. @PEDRO COLL

*Bartleby el escribiente: Una historia de Wall Street, Herman Melville, 1853.

Llegó el día en que se rebeló. Seguía siendo fiel a la liturgia del blanco y negro, el de la película de siempre y sus haluros de plata tan sensibles a la luz, pero desde hacía un tiempo había decidido dejar de revelar los rollos que iba disparando. Salvo eso, todo seguía igual, iba deambulando por ahí persiguiendo sus imágenes inalcanzables, como había hecho siempre, sigilosamente, esperaba el momento, la luz, la mirada, el gesto, la ausencia, sobre todo la ausencia. De regreso a su estudio, rebobinaba los rollos, los numeraba y documentaba minuciosamente en una libreta, disparo a disparo, y los iba ordenando en un cajón de modo que, cualquier día de los días que en adelante se sucedieran, pudiera él saber qué había en cada uno de ellos. Para ejercitar la memoria, con cierta regularidad, pasaba ratos seleccionando algunos de aquellos rollos, al azar, y con la ayuda de la documentación escrita iba recordando y disfrutando mentalmente de las imágenes latentes y calladas que ahí se conservaban en orden sucesivo. Ya metidos en la era digital, la única ventaja que realmente él valoraba en el procedimiento fotográfico clásico, el que llaman analógico, era el momentáneo y provisional mantenimiento del secreto de las sensaciones que él narraba, que quedaban almacenadas en esos pequeños cilindros de metal, siempre más inaccesibles que una tarjeta digital a la que cualquiera puede acceder descargándola en un disco duro.

Detener ahí el proceso era para él un desplante al sistema, una manera de negarse a la clonación sistemática exigida, a la aceptación de condiciones cada vez más inaceptables, una manera de decir no. Pero las naves no habían sido quemadas, sabía que en cualquier momento todo aquel creciente material de vivencias y pensamientos iba a poder ser rescatado de la intimidad de su memoria mediante un simple revelado químico. Y eso le hacía dudar, una voz en su interior le decía que aquella era una solución intermedia, puede que cobarde.

Esta fase duró meses, o quizá años.

Algo debió ocurrir un día para que tomara la decisión del no retorno. Posiblemente el hastío ante el espectáculo humano y su propia incapacidad para gestionarlo. Y la tomó drásticamente, típico en él, fue en una mañana de invierno, caminando con las manos en los bolsillos, mirando las caras anodinas de quienes se le cruzaban, de golpe lo vio todo claro y se sintió bien.

A partir de entonces, como si nada hubiera cambiado y con la misma obsesión de siempre, a través del visor de la cámara seguiría buscando por ahí instantes imposibles, momentos ambiguos, destellos de luz, miradas huidizas, gestos, atmósferas, siempre al acecho de la ausencia, pero con la irreversible diferencia de que ya no llevaría película en su cámara y sólo su memoria, amparada por las notas que de manera minuciosa seguía tomando en aquella libreta, iba a conservar la esencia de su intangible e intransferible universo.

Tiene que interesarte: Bartleby y Cia, Anagrama, Barcelona, 2.000; interesante ensayo en el que Vila-Matas nos habla de personajes tan enigmáticos como Juan Rulfo, que desaparece de la circulación después de publicar su única novela, Pedro Páramo o de autores sin obra publicada y hasta de autores con obra tan sólo imaginada. Y, cómo no citarlo aquí, aquel personaje de Paul Auster, que se pasa años rodando películas que mantiene inéditas pero que, así lo exige en su testamento, deberán ser quemadas en una hoguera el día de su fallecimiento. Son los enigmáticos ‘autores del no’. Existen.

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