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Daniel Capó

LAS CUENTAS DE LA VIDA

Daniel Capó

Don Pep Caldentey

La historia la escriben las personas anónimas

Don Pep Caldentey, párroco de Porto Cristo. Consell Parroquial de Portocristo

La historia la dictan los poderosos, pero la escriben las personas anónimas. Don Pep Caldentey, párroco de Porto Cristo, que acaba de fallecer a los ochenta años de edad, fue una de esas personas: un hombre justo que pasaba desapercibido precisamente porque su vida se nutría del cuidado de las pequeñas cosas. Lo conocí a mediados de los ochenta, cuando llegó como rector a nuestra parroquia y empezó a darnos Religión en la escuela. Sus clases distaban de ser sermones o disertaciones apologéticas y más bien se centraban en la historia bíblica. Creía que los relatos moldeaban la imaginación moral de los niños de una forma natural, no impostada, y que siempre permanecería algo en nosotros de aquellas historias –fueran del Antiguo o del Nuevo Testamento– que habían alimentado también su propia infancia. No era un hombre dado a cambios, ni a grandes experimentos, ni a discursos grandilocuentes. Conocía demasiado bien el corazón humano como para caer en excesos de optimismo; pero, al mismo tiempo, nunca lo vi ceder al pesimismo. Era un hijo de la payesía mallorquina –había nacido en Ariany en 1941– y su mundo, su espiritualidad, su mirada sobre el hombre tenían algo –o mucho– de aquel franciscanismo original de la Umbría. Le gustaba ir a pescar y a cazar, cultivar su huerto y leer la gramática oculta de las nubes. No creía en las grandes ideas ni en las abstracciones –lo he dicho antes– pero sí en la amistad, que cuidaba con una delicadeza inusual. Nunca salía de su boca una palabra de desesperanza, nunca una queja, nunca una muestra de melancolía, a pesar de que vivió sus sinsabores, algunos de ellos bastante recientes. En una ocasión, al consultarle sobre un asunto que me inquietaba, me dijo: «No sabes la suerte que tenemos de vivir en la frontera, bien lejos de los centros de poder». Entendí que se refería al cuidado de la conciencia y a la necesaria honradez que debe guiar nuestras decisiones.

El filósofo y matemático Pável Florenski escribió en su libro El iconostasio que, en ruso, las palabras máscara, semblante y rostro comparten una misma raíz etimológica, pero significan cosas distintas: el rostro sería nuestra cara física; la máscara, esa misma cara afeada por la corrupción moral; y el semblante, nuestro rostro transfigurado por la bondad. El gran Leonardo da Vinci aseguró que, a partir de una cierta edad, todos somos responsables de nuestro rostro. En el caso de don Pep, esa evolución del rostro hacia el semblante se hizo cada vez más patente a medida que la vejez y la enfermedad iban ganando terreno en su vida. Ante cualquier prueba, su respuesta era la entrega. No quiso jubilarse –a pesar de que ya sobrepasaba la edad y que su cuerpo apenas lo sostenía– a fin de servir hasta el último día a su parroquia. Celebraba misa a diario, aun con los dolores que padecía. La penúltima vez que lo ingresaron, algo antes de Pascua, todavía tuvo arrestos –al salir del hospital– de ir directamente a dar la extremaunción en un domicilio particular. Cuando le dije que me parecía una imprudencia, me contestó que «un sacerdote está para entregar hasta la última gota de su sangre». Sabía, por decirlo en palabras de Dom Varden, que «la cruz es un signo de fidelidad hasta la muerte». Esa entrega de un hombre por su gente es lo que permanece en la memoria de lo. Descanse en paz.

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