Hace muchos años, cuando murió de pronto Ignacio Aldecoa, su amiga Carmen Martín Gaite publicó en un periódico de la época un artículo que ella misma tituló “Un aviso: ha muerto Ignacio Aldecoa”. Entonces Aldecoa tenía, como Scott Fitzgerald cuando murió de alcohol y de tristeza, cuarenta y cuatro años, y ya había transitado por los camarotes de la fama, se había encontrado con la amistad como compañera y arbitró un partido contra la depresión, que lo encontró en La Graciosa y que él ganó luego, en Madrid, volviéndose otra vez alegre y novelista.

Ahora, a los 51 años, ha muerto Domingo Villar, y habría que decir, otra vez, que este es un aviso mortal que se ha llevado a un talento igual de potente, envidiable, un escritor que se hizo famoso cuando muchacho y que llevó ese renglón de éxito que tanto suelen querer los escritores con tranquilidad y modestia, como si fuera a otro al que le estaban sonando los clarines del triunfo. No dejó atrás jamás, en ese trayecto que ha acabado como del rayo, las amistades y las geografías que ahora lloran su desaparición como esa maldición que nadie merece y menos que nadie alguien que quiso tanto.

Murió, o fue atacado por esa hacha sin rostro, mientras cuidaba a su madre, en Vigo, su tierra, más bien su mar, el lugar del que, como de la madre, procedía. De esa geografía hizo una metáfora que ahora se queda rota, sin el autor que le daría futuro, pero con lo que escribió ya basta para sentir que no sólo era quien hizo de esos lugares base de una literatura sino el poeta capaz de convertir en escritura su propio modo de ser convertido en misterio y también en alegría.

Es pena lo que da, y rabia, este aviso mortal que alcanzó a Domingo Villar. Como Aldecoa, deja detrás una leyenda, la de sus ojos claros aguardando la pregunta ajena para mover la cabeza a favor, carecía del valor oscuro de la inmodestia, fue llevado al cine y a otras zonas donde la vanidad ponía envanecerlo. La reacción ante su muerte recuerda tanto aquel pesar por Aldecoa, había tanto porvenir en esa memoria que ahora no queda más remedio que llenar de llanto el folio que acoge su despedida. Domingo Villar. Era la paz, el mar, la sonrisa que ahora ya no tendremos nosotros. Era la mirada entera. Sus ojos.