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Matías Vallés

Putin destruye pero no conquista

Seguimos sin saber si Ignacio Sánchez Galán es tonto como se desprende de sus declaraciones y sus disculpas o los tontos somos todos los españoles que

después de escucharlas seguimos

pagando la factura de la luz

George Bush había decidido liquidar a Sadam Husein, que no tenía nada que ver con el 11S, porque se había burlado «de mi papá». Dadas las limitaciones del peor presidente de Estados Unidos para esbozar un razonamiento de adolescente, Colin Powell le recordó el lema que aparece en las tiendas de cerámica, «Si lo rompes, te lo quedas». Irak fue fracturado hasta el límite de la aniquilación, y Washington ha tenido que administrar los cascotes de la demolición durante dos décadas.

Por lo menos, Bush gozó del espejismo de un fingido recibimiento triunfal, incluido el derribo con ahorcamiento de la gigantesca estatua de Sadam a cargo de la turba bagdadí. Alguien debió reparar en el entusiasmo desfalleciente de la multitud, y en la asistencia menos que nutrida. También Vladimir Putin imaginó una acogida a las tropas rusas con guirnaldas de flores y confeti en Kiev. Cualquier análisis de la sangrienta invasión de Ucrania debe contemplar esta expectativa frustrada, y colocada por primera vez sobre el tapete por Yuval Noah Harari, en lo que todavía es el análisis más clarividente de la guerra.

Tras la decepción inicial, todo es cansancio. Putin puede destruir Ucrania y soñar con la extinción nuclear del planeta entero, pero no puede llevar a cabo una conquista en condiciones. Su ejército no le ha respondido, sin necesidad de tragarse la propaganda sobre deserciones masivas. Los generales estadounidenses comentan avergonzados la campaña ucraniana de Rusia en los platós televisivos, por el descrédito que supone para el estamento militar en su conjunto.

No hay bomba atómica sin Robert Oppenheimer, que contempló la primera explosión nuclear exitosa en el desierto estadounidense con una cita del Bhagavad Gita ya legendaria, «me he convertido en la Muerte, el destructor de mundos». Putin mantiene su guerra inspirado solo por esta vocación destructora. Se embarcó en la empresa ucraniana confiando en la acreditada incapacidad de reacción europea, y la prolonga para poner a prueba la formidable capacidad de olvido europea. El sueño del aprendiz de zar sería que el campo de batalla se situara en los lejanos escenarios asiáticos, con un par de semanas escasas de vigencia en las portadas. El propio Volodimir Zelenski ha expuesto su temor a que Occidente ya haya cambiado de canal.

Se equivocan los esforzados denunciantes de Putin al insistir en su locura, de signos imperceptibles para un profano al revisar sus intervenciones públicas. Por comparación, la enajenación diagnosticada del presidente ruso obligaría al internamiento de la mitad de la clase política española, más excesiva en sus manifestaciones. Con los negacionistas de la invasión de Ucrania, ahora llamados pacifistas, ocurre lo contrario. Su fe en el ejército ruso teledirigido desde Moscú supera a las expectativas declinantes de su propio comandante en jefe.

Es curioso que el rastreo de negacionistas se lleve a cabo en los caladeros habituales, especialmente feraces durante la pandemia. Estas anteojeras soslayan la tibieza sospechosa de medios como el New York Times. La sacrosanta cabecera estadounidense ya perdió la contienda de Irak, precisamente por ganarla intoxicando sobre las armas de destrucción masiva que solo existían en la imaginación de sus confidentes. De hecho, el rotativo acabó desembarazándose de la periodista Judith Miller, firmante de exclusivas tan categóricas como desencaminadas.

El patriotismo acrítico frente a Irak ha evolucionado a una extraña docilidad ante el Kremlin, aunque de modo más sibilino para evitar el error estrepitoso. El Times se resistió a hablar de «guerra» hasta que fue inevitable. En los embates que siguieron al 24 de febrero, podía componer una portada íntegra sin utilizar el término bélico. Con posterioridad, asentó con especial contundencia la tesis de que solo Putin podía ganar esta contienda. Incluso las denuncias del torpe desempeño ruso en la estepa ucraniana conllevaban una sombra de decepción.

La última salva de la cabecera neoyorquina celebraba ya en mayo que el presidente ruso se esforzara en minimizar daños, en abierta contradicción con las imágenes que estremecían al mundo. El titular en concreto rezaba que «La guerra de Rusia ha sido brutal, pero Putin ha mostrado alguna moderación (restraint). ¿Por qué?» Cuesta encajar «brutalidad» y «moderación» en una misma frase, pero la contradicción está permitida en una publicación que funciona como el encefalograma del planeta, y que cita a «analistas militares y altos cargos occidentales que se preguntan por qué la destrucción no ha sido incluso peor». El planteamiento no ha creado una conmoción, como habría ocurrido si la frase saliera de labios de Miguel Bosé.

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