Hoy es el Día Mundial del Comercio Justo. Hoy celebramos la reivindicación de un consumo responsable, respetuoso con los recursos naturales y nuestro entorno, y que anteponga el bienestar de las personas, de las comunidades y de los trabajadores por encima y por delante del beneficio económico.

Hoy, también, denunciamos una injusticia con nombre y apellidos: Amazon. Si hay algo que puede representar la antítesis de todo aquello que deberíamos celebrar en el Día Mundial del Comercio Justo es esta y otras gigantescas multinacionales del comercio electrónico que promueven el consumo irresponsable e irracional, que dejan enormes huellas de carbono en la cadena de distribución de cualquiera de sus productos, y que, como denuncia el experimentado senador americano Bernie Sanders, son capaces de gastarse fortunas en evitar que sus propios trabajadores y trabajadoras puedan afiliarse a un sindicato para (intentar) mejorar sus contratos precarios.

No solo eso: allí donde se implanta Amazon o Alibaba o cualquier otra macroempresa del ramo, llega un tsunami que arrastra consigo al pequeño comercio de proximidad, a la tienda de la esquina de toda la vida, y aparece además el fenómeno rider o «distribuidor autónomo», que es una nueva vuelta de tuerca en la espiral de la precarización laboral que son marca de la casa.

En julio de 2021, en plena quinta ola de la pandemia y con la carrera frenética de gobiernos y profesionales de la salud para encarar la vacunación masiva y salvar millones de vidas, el propietario de Amazon, Jeff Bezos, se permitió el capricho de viajar 11 minutos al espacio en su propia nave.

Este día del Comercio Justo nos desnuda una de las principales debilidades de nuestro actual modelo económico: premiamos el egoísmo. Y premiando al egoísta, el egoísta se va al espacio (por capricho) y la tienda del barrio que sustentaba humildemente a una familia, echa el cierre.

Pero así como Bezos tiene el poder (que no el derecho) de destrozar economías locales, el Día del Comercio Justo nos enseña también que, a pesar de todo, está en nuestras manos revertir la situación y, como consumidores, pensárnoslo dos veces antes de hacer click para comprarnos ese par de zapatos que son unos pocos euros más baratos que en la zapatería a pie de calle y que, para tenerlos de inmediato, tienen que salir de un almacén en China, coger un avión hasta Amsterdam, otro hasta Barcelona, camión y barco hasta las islas, y un rider precarizado llevártelos hasta la puerta porque si tarda unos minutos de más, no podrá cobrar el pedido. Esos zapatos, por el camino, habrán contaminado quizás más que la nave espacial de Bezos, harán daño a la zapatería de tu barrio, servirán para precarizar aún más la situación de una repartidora y, para acabar de darle la puntilla, contribuirán con cero impuestos a tu ambulatorio o a la limpieza de tu calle.

También las administraciones públicas podemos y debemos empezar a ponerle freno al desenfreno. No olvidemos que en Europa el trabajo infantil o las industrias pesadas contaminantes o la construcción en primera línea de costa, estuvieron también permitidas en su momento en aras del libre comercio y del progreso hasta que los movimientos sociales y la acción política dijeron «basta ya» (sin que ello supusiera una merma al libre comercio o al progreso, sino todo lo contrario). De la misma manera, y a pesar de los agoreros que propugnan que poner coto a Internet es intentar ponerle puertas al campo, este Día del Comercio Justo debe concienciarnos de que, para transitar por la senda de la justicia económica y social, hay que tomar medidas.