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Ramón Aguiló

Escrito sin red

Ramón Aguiló

Indignidad

La degradación de la democracia en nuestro país es un proceso que no tiene fin. De hecho, no deja de ser un contrasentido llamar democracia a un sistema político que dispone de gran parte del aparataje propio de ellas pero que, en realidad, es una oligarquía de los partidos políticos. Con motivo de la pandemia y de la guerra en Ucrania por la invasión rusa, tuvo fortuna el lamento de que contábamos con el peor gobierno en el peor momento. La secuencia parece clara. Primero, la corrupción descalabró el gobierno de González. Después, Aznar nos implicó en la guerra de Irak, se extendió la corrupción por todo el territorio, especialmente en Baleares y Valencia, y el mandato finalizó con 193 muertos y miles de heridos en los atentados islamistas de Madrid. Con Zapatero se inició el proceso de demolición de la Transición, la demagogia y la inmersión en la polarización política, la división maniquea entre buenos y malos, entre izquierda y derecha; la irrupción de una izquierda fundamentada en la identidad y olvidada de la igualdad; finalizó con la ruina económica, la reforma de las pensiones, la laboral y el ninguneo de EE.UU. por el abandono a los aliados en Irak. El mandato de Rajoy se inauguró con recortes en sanidad y educación en contra de las promesas electorales, continuó con la eclosión de los papeles de Bárcenas y la corrupción de Gürtel, los Eres del PSOE en Andalucía y los aciagos sucesos del golpismo independentista en Cataluña; el remate fue la implicación criminal del Gobierno en la operación Kitchen, que dio paso a la moción de censura y a la elección de Sánchez por la obstinada determinación de Rajoy de no dimitir y ahogar las penas en alcohol. La inseguridad nacional se multiplicó con los inconstitucionales estados de alarma para no rendir cuentas ante el Parlamento; y la inestabilidad dentro del propio gobierno entre socialistas y podemitas y entre ellos y los aliados parlamentarios, ERC, Junts, EH Bildu, etc. Las crisis, sea con motivo de los presupuestos, la reforma laboral o del decreto de medidas urgentes por la guerra de Ucrania se han resuelto rozando la catástrofe, con un Gobierno abusando del decreto-ley con manifiesto desprecio al Parlamento y la división de poderes.

La última, pero no menos importante muestra de degradación democrática ha sido la actual crisis del espionaje Pegasus a los aliados independentistas. Al quedar en evidencia ante sus socios espiados, al Gobierno, mejor, a Sánchez, no se le ocurre otra cosa para neutralizar la reacción de ERC, que pide que rueden cabezas, y de dentro del propio Gobierno, en el que Ione Belarra pide responsabilidades políticas, que instrumentar una excusa, crear de la nada un motivo para poder entregar la cabeza de los servicios de inteligencia en bandeja de plata a los independentistas y a sus propios socios de Gobierno. Así, el dos de mayo, se improvisa casi de madrugada una rueda de prensa en la que el ministro para todo, Félix Bolaños, informa que el Gobierno acaba de enterarse de que hace más de un año, en el entorno de junio de 2021, en plena crisis con Marruecos con motivo de la hospitalización del líder saharaui Ghali y la irrupción inmigratoria de miles de personas en Ceuta y Melilla, los teléfonos de Sánchez, Robles y Marlaska fueron hackeados y se les extrajeron gigas de información. Es gravísimo haber ofrecido a países con los que se tienen diferencias (Marruecos) espacios de vulnerabilidad, pero es algo inaudito que un Gobierno confiese haber sido espiado y exponga por propia iniciativa un agujero tan importante en sus sistemas de seguridad. Eso afecta a la propia reputación de los servicios de inteligencia en la relación que mantienen con los de sus aliados y a la confianza en compartir información, lo que implica mayor inseguridad.

Lo que buscaba el Gobierno era la dimisión de Paz Esteban achacándole la responsabilidad del hackeo a Sánchez y a los ministros. Robles no dudó en defenderla, señalando que la responsabilidad de la seguridad de los teléfonos de los ministros era responsabilidad de presidencia, específicamente, en el momento del hackeo, del ahora ministro Bolaños; que su gestión era intachable. Tras la comparecencia de la jefa del CNI en la comisión de secretos oficiales, en la que Batet cambió el quorum para elegir a sus componentes, de los dos tercios a la mayoría absoluta, para que pudieran acceder a la misma ERC, EH Bildu, la CUP y Junts, en un escandalosa genuflexión del poder legislativo ante el ejecutivo, en la que Paz Esteban mostró las autorizaciones judiciales para intervenir los teléfonos de 18 líderes independentistas, los portavoces del PSOE, Felipe Sicilia y Héctor Gómez, proclamaron el pasado lunes que no había ningún motivo para cesar a la directora del CNI. Desde Moncloa se dejó caer la queja de su falta de sensibilidad política (debía haber presentado su dimisión) en lo que era una pugna abierta entre Bolaños y Robles. Apenas pasadas veinticuatro horas el Gobierno destituyó a Paz Esteban y nombró directora del CNI a la mano derecha de Robles, Esperanza Casteleiro.

Lo más triste ha sido el empeño de la ministra de Defensa, en la rueda de prensa posterior al consejo de ministros, en mantener que la directora del CNI no había sido destituida, sino sustituida, en un esfuerzo de manipulación del lenguaje que ha sido desmentido por el propio BOE que da cuenta del cese. La manipulación de la opinión pública ha sido el santo y seña de Sánchez desde el principio, como cuando decía que tenían la obligación moral de aliviar las tensiones en Cataluña (los indultos a quienes le sostienen en el Gobierno) o cuando afirmaba que derogarían íntegramente la reforma laboral de Rajoy (apenas cambiaron un 10% de la misma). La ministra de Defensa ha dejado escapar una inmejorable ocasión para hacer creíble su respuesta a las críticas del PP: «No van a encontrar a nadie tan consistente y coherente como yo». Ni consistente ni coherente. Consistencia y coherencia es solidarizarse con la jefa del CNI a sus órdenes y dimitir si pierde la batalla con Bolaños y Sánchez; no lo es intentar sortearlas trampeando, ¡otra vez!, con el lenguaje para salvaguardar su imagen y su puesto en el Gobierno. Sánchez escogió el bando de los enemigos del Estado, es decir el que le asegura su permanencia en la presidencia, optó por sí mismo. Robles, apostando por Sánchez, hace igual. Indignidad es la palabra.

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