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José Carlos Llop

Voces de otro tiempo

Seré telegráfico. Esta semana, poniendo orden entre carpetillas, recortes y papeles inacabables, encontré un folio mecanoscrito con tres notas. Una de ellas trata de una visita de Cristóbal Serra a mi casa –al piso donde vivía en 1987, san Cayetano, 6–. No creo en ningún azar que no sea objetivo: me aparece este folio y estamos en 2022: hace exactamente un siglo que nació Tòfol Serra y veinte años de su muerte. Hace muchos más que escribí estas notas –aún no tenía ordenador– y no las había vuelto a ver jamás. Cuando esto ocurre, el origen de su escritura se ha olvidado y parecen escritas por otro que no eres tú y de hecho no lo eres. Ha pasado demasiado tiempo y ni una sola célula de tu cuerpo de entonces existe ahora. Esta nota de una conversación con Serra, tomada a vuela pluma una vez se marchó de casa, tal vez no interese mucho ahora, no sé, pero me da igual. Transcribirla es una forma de empezar a celebrar el centenario de un escritor al que algunos de mi generación tanto debemos. Hablo de Paco Monge, de Carlos Garrido, de Basilio Baltasar, de Eduardo Jordá y de mí en las tardes de Avenida Argentina –mientras entre un comentario sobre los sufíes y otro sobre Papini y otro más sobre Swift, se levantaba a supervisar algún comistrajo que estaba calentando en la cocina–; hablo de las comidas en el Celler Montenegro; de sus ‘Paliques’ rodeado de fieles más o menos de su edad; de los apodos que les ponía: el deán de Babilonia, el rabino Jifú, etc…; de los lentos paseos por Palma en los que era capaz de pararse y continuar la conversación sin moverse del sitio, durante veinte minutos o más.

La nota dice: «(2.III.87), visita de Cristóbal Serra. Anda preocupado con la edición de La vocación de lo breve. Hablamos de Manuel Machado, de quien me asegura me prestará su Diario. Cita entusiasmado a Giménez Caballero, otorgando a su escritura carácter profético. Bergamín, dice, pese a estar en zona enemiga, siempre lo ensalzó. Comentamos la parquedad de escritura aforística y diarística en la literatura española y que tal vez por eso el mismo Bergamín escribió que la literatura francesa era una literatura a la carta y la española, en cambio, de menú. Mirando mis libros, comenta: ‘esta atmósfera me recuerda la biblioteca de Oliverio Girondo, un buen poeta a quien Borges atacó duramente’. Y después añade: ‘¿tú crees que Borges era ciego? Yo no. Borges debía tener una afección en la vista, pero veía, claro que veía. Basta leer sus últimos libros para darse cuenta; existe en ellos, por un lado, un carácter sensorial propio de un vidente y por otro, nadie, ni siquiera su madre, es tan resignado como para leerle todo el día’. Bromeamos sobre el asunto y le doy a leer mis notas sobre los dos sueños que tuve días después de la muerte de Borges. ‘¿Ves? –dice Serra– tú también crees –tú o algo de tu inconsciente– que Borges veía. Lo das a entender claramente en estos sueños’. Le comento que hace semanas, en un programa de la televisión argentina, un psiquiatra, cómo no, aseguró que Borges era impotente. ‘Claro –dice Tòfol–, por eso se le escapó la mujer. Borges no era un ser sexual. Le debió ocurrir lo que a Foix. Yo vivía en Barcelona –continúa– con unos franceses amigos de la familia de Foix, en el piso que hay sobre la confitería, en la plaza de Sarrià. Bueno, pues su mujer también se le escapó, tras casi veinte años de matrimonio. Foix era impotente y además se negó a facilitarle las cosas a ella, pero ella lo tenía bien atado con la Iglesia y fíjate tú que hablamos del franquismo y el Concordato: pues le anularon el matrimonio enseguida. Sí, J.V. Foix venía al puerto de Andratx; era amigo de Joan Miró y recuerdo que cuando acabó la guerra me hizo un comentario sarcástico sobre la misma, no recuerdo cómo, ni cual fue, pero sí que lo hizo. Él se había significado mucho en eso del catalanismo’. Y vuelve a Giménez Caballero: ‘GeCé escribió una biografía de don Juan March, agradecido como le estaba por su amistad y el dinero que llegó a darle March para las imprentas. La perdí en un traslado de casa. También perdí, bueno, lo tiré, su libro Carteles. Me lo había regalado Antonio Fernández Molina cuando fue secretario de Cela y me gustaba mucho, pero Molina compraba cuanta porquería encontraba y el libro era tan mugriento que le cogí manía. Yo creo que tenía un hongo que a mí me produce alergia. Y este libro me la produjo’. Le enseño el último número de la revista POESÍA donde se reproduce Carteles. Se entusiasma: ‘lo compraré’. Le apunto los datos en una tarjeta. ‘En esa biografía de March –continúa– Giménez Caballero cuenta que cada noche el magnate cenaba de pancuit. Tenía un hombre a su servicio sólo para esto. Y se lo llevaba a Suiza o a donde fuera. ¿Es gracioso, no? Pancuit…’ Y se levanta repitiendo pancuit y citando elogiosamente a Benjamín Jarnés, mientras vuelve a la carga: ‘tu casa tiene la atmósfera de la biblioteca de Oliverio Girondo’. Nos reímos».

Fue en 1987 y La vocación de lo breve acabaría titulándose La soledad esencial. A mí me faltaba un mes para cumplir los 31 y Cristóbal tenía 65, un año menos de los que tengo ahora. Guardo una cassette con una larga conversación inédita y algún día acabaré transcribiéndola y publicándola. Voces de otro tiempo, pequeños recuerdos de Serra el grande, de Serra el único, en el año de su centenario.

Un siglo no es nada; ahora ya no lo es.

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