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Ángela Labordeta

Fracaso escolar, otros demonios

¡Qué invierno y qué lluviosa primavera sin sol ni mar! El niño está sentado junto a la madre en una sala, es un niño pequeño y sus piernas quedan colgadas sin que sus pies puedan alcanzar el suelo. El niño no sabe qué hace en esa sala donde hay más niños cuyos pies también cuelgan sin alcanzar el suelo y tampoco sabe por qué los otros niños, como él, solo miran a puntos indeterminados que son como estrellas fugaces exentas de deseos y belleza. El niño supone que esa sala, la espera y todo lo demás está relacionado con sus malas notas y con su eterno llanto cada vez que lo despiertan para ir a la escuela y por eso su madre no habla y está seria y cree que con él llegó toda la mala suerte.

El niño tampoco habla, hace más de un año que no tiene nada que decir y le da pena acordarse de aquellos otros días en los que su pequeña familia de tres se recogía frente al televisor y todo eran risas y su madre le acariciaba la cabeza y su padre le decía que era el muchacho más listo y que en unos años se iba a llevar a las chicas de calle. Un día, recuerda el niño que ahora tiene seis años, su padre se marchó y todo se volvió oscuro y su universo entre cuatro paredes con papá y mamá se desmoronó y quedó destruido y entonces el niño comprendió que iba a vivir solo porque mamá ya no canturreaba y a papá lo veía de vez en cuando, pero cuando se veían no había interés y el niño sentía que el padre solo quería que las horas pasaran cuanto antes para dejarlo en la puerta de casa, decirle rápidamente lo mucho que lo quería y con un beso efímero despedirse. Por eso el niño dejó de mirar los libros con interés y empezó a jugar con las nubes que veía desde la ventana de su casa y construyó tantas historias como formas tenían las nubes que eran su nueva familia y su cobijo.

Pronto, recuerda el niño, empezaron los gritos porque las notas eran insuficientes y nadie se explicaba cómo aquel muchachito tan inteligente se había vuelto bobo de repente y él no entendía cómo los adultos podían ser tan idiotas y no entender que su tristeza abarcaba todo su cuerpo de miniatura.

Y por eso han llegado hasta esa sala, porque su madre necesita que un profesional le ayude a saber qué ha pasado y el niño espera que el profesional sea tan bobo como el resto de los adultos y jamás le diga a su madre que lo que ha pasado es que el niño sufre mucho y lo hace por ella, a la que ve llorar y no dormir, y lo hace por su padre, al que ya no quiere, pero sigue siendo su padre. El niño espera que nadie pronuncie su nombre en esa sala y seguir en silencio con sus piernas colgando, pero su nombre retumba y el niño tiene miedo porque si habla no habrá paz y la vida será de malos recuerdos y poco importará un suspenso más o menos.

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