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Mercè  Marrero

La suerte de besar

Mercè Marrero Fuster

Primero va el comer, luego la moral

Tenemos indicadores para casi todo, pero cuesta conocer el grado de bienestar de una persona. Su capacidad para sentir ilusión por el futuro y sentirse satisfecho con su presente

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Ella trabaja cuarenta horas a la semana. De pie y encorvada. Se dedica a la estética. Depilaciones, limpiezas de cutis, hidrataciones y esas cosas que consumimos, mayoritariamente, las mujeres. No se le escapan los detalles. Cuando te tumbas en su camilla, te pregunta qué tal fue la comida que tenías la última vez que te vio. Tiene sobrepeso y dice que le gustaría pasear media hora al día, pero que no tiene fuerzas. Ni tiempo. Ni ganas. Cuenta que le cuesta llenar los pulmones. Sobre todo, cuando hace números de su economía doméstica. Tiene un hijo adolescente, está divorciada y su ex ha formado una nueva familia. Apenas hablan. Compartían hipoteca, ahora la asume ella íntegramente y él le pasa una pensión. Ridícula, pero algo es algo. Cobra alrededor de mil euros, un pequeño porcentaje por tratamiento vendido y los días que libra se dedica a limpiar escaleras. Me explica que cuando suma los gastos de hipoteca, gas, electricidad, comida, los aparatos de los dientes de su hijo y algún extra es cuando se queda sin respiración. Sentarse en una terraza para tomar una caña, comprar un libro, ir al cine o visitar a su madre que vive en la Península son lujos inasumibles. Está cansada de la vida. Trabajo, trabajo y trabajo para ir siempre con la soga al cuello. Maldito agobio. «¿Es esto vida?», me pregunta. Es la vida, pero no es vida.

Todavía no son las ocho y ya está esperando a los niños madrugadores y somnolientos en la puerta del cole. Les lee cuentos, habla y juega con ellos hasta que la profesora les recoge de la sala de permanencia para llevárselos a clase, momento en que sale corriendo hacia la parada del bus. Tiene que llegar a tiempo a la casa de la mujer mayor para la que trabaja las siguientes seis horas. Cada día es lo mismo: primero la higiene personal, después el desayuno y, más tarde, paseo por el barrio y compra en el mercado, hacer la comida y acompañarla a descansar. En cuanto llega su relevo, sale escapada y come de un bocadillo de chorizo, mientras corre hacia la casa que limpia tres veces por semana. Se ha apuntado a varias convocatorias de empleo, pero no ha tenido éxito. «Soy demasiado mayor», dice. Tiene 50 años, ingresa alrededor de mil euros, no tiene hijos, ni casa, ni coche y tampoco días libres para descansar. El futuro le angustia. Claro.

Tenemos indicadores de riqueza, pobreza y de creación de empleo, pero no de bienestar. Muchas personas trabajan de sol a sol, siete días a la semana y son pobres e infelices. No tienen ilusión ni esperanza en las oportunidades de la vida. Ven crecer la desigualdad y se sienten desplazadas. No les sirven las máximas sobre el esfuerzo y los resultados que les vendieron que obtendrían si ponían todo su empeño en salir adelante. Lo hacen, pero no llegan y malviven. 

Bertolt Brecht escribió que primero va el comer y después la moral. Oradores y literatos han reinterpretado su frase. Algunos han escrito sobre el placer del comer, otros sobre la importancia de la ética y su prevalencia sobre cualquier aspecto material. La expresión estalla en mi conciencia tras conocer estas dos vidas de dos mujeres. Dos mujeres que viven en mi barrio y que luchan por sobrevivir.

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