Opinión | Hoja de calendario
Dice el refrán que el diablo sabe más por viejo que por diablo, y los periodistas curtidos sabemos la dificultad aneja al concepto, a la vez sagrado y voluble, de la libertad de expresión, que algunos/muchos ponen en su boca para manipular la verdad y desorientar al personal.
En un mundo plural, con una sobreabundancia de medios, la libertad de expresión se identifica con la concurrencia, con la pluralidad, con la capacidad de síntesis del lector inteligente que bebe de diversas fuentes y confecciona el relato en el que desagua su curiosidad, su afán de conocer.
Pero en esta era digital, las redes sociales no compiten entre sí como hacen los periódicos sino que son reservorios de opiniones con ciertas reglas de entrada. Twitter, que en nuestro Occidente es una plataforma exclusiva, sin competencia, canaliza la información y la desinformación. Y de las decisiones arbitrarias de su nuevo dueño, el multimillonario Elon Musk, dependerán tanto la libertad de expresión como la facilidad de difusión de las fakes invasoras y de las ideas que por su entidad adquieran predominancia.
Musk no tiene que acatar apenas reglas éticas, salvo las normas legales de conducta de su propio país. Y Twitter, un gran monopolio global, habrá de someterse a las normas que imponga el excéntrico emprendedor, cuyo solo enunciado produce escalofríos. En un cierto momento de la historia, llegamos a pensar que el orden mundial sería establecido por las instituciones supranacionales. Ahora, horrorizados, vemos que el sistema de relaciones políticas y sociales está en gran parte en manos del mercado.
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