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José Carlos Llop

Francia, ayer y hoy

Tal día como ayer de hace cinco años, maleta en mano y mochila a la espalda, abandonaba la ciudad de Burdeos tras haber pasado en ella una larga y prolífica temporada. Becado por la región de La Aquitania, dispuse de una casa –echoppés, las llaman– en el barrio de la iglesia de Saint-Seurin, una de las más antiguas de Francia y allí donde, según la leyenda, se depositó el olifante de Roland, sí, el del Cantar de Roldán, que era con el nombre que lo estudiábamos en los 60/70 durante el bachillerato. Al día siguiente de mi partida se celebraban elecciones como se celebran hoy y los contendientes en las urnas eran también los mismos que hoy: Macron y Le Pen.

Pero la relación entre ellos y sus aspiraciones era distinta. Marine Le Pen, entonces, había sido –si se me permite la figura– un tanque que arrasaba allí donde fuera. Tanto era así que había debates previos entre partidos a los que ya no se la invitaba y parecía un caballo encabezando la carrera a tal distancia, que no se la veía. Recuerdo la preocupación de una chamarilera que frecuentaba en el quartier de Saint-Michel, convencida de que el FN iba a ganar las elecciones. Ella era francesa, pero sus abuelos y padres habían tenido que abandonar España en el 39 y su pesadilla era el retorno de toda aquella atmósfera que vislumbraba con final fatídico.

El caso Macron era otro. Había empezado con titubeos varios y sin que estuviera claro cual era su espacio político, más allá de un borroso y voluntarista centrismo. El Partido Republicano –la derecha de toda la vida– era aún un partido fuerte pero empezaban a vislumbrarse los líos que acabaron apartando a Fillon de la carrera política y eso los trituró; los socialistas estaban más preocupados por las sucesivas relaciones sentimentales de François Hollande que por Hamon, el nuevo candidato y un hombre gris de aspecto, aunque muy preparado políticamente y de elegante dialéctica: fracasaron estrepitosamente; y Mélenchon era un ser enloquecido que aporreaba puertas y alzaba el puño como un orador de la Convención revolucionaria al que se miraba por encima de las gafas. Macron, repito, todavía era un experimento que se deseaba aglutinador y se permitía frivolidades de escaso calado intelectual, como asegurar que la cultura francesa –uno de los grandes pilares de La Republique– era un híbrido. Tuvo que rectificar tras el chaparrón y se le vio como un hombre que no había crecido muy interesado en esa cultura, que es el tejido que sostiene una gran nación como la francesa. Pero se reconstituyó y acabó ganando, con un soporte económico y mediático descomunal, eso sí. Hablo, repito, de 2017.

Entonces, Zemmour era un brillante articulista del periódico Le Figaro, y activo participante de la contienda cultural que tiene lugar en Europa desde hace tiempo. Nada hacía pensar que, años después, podía acabar en un candidato independiente que en la primera vuelta ensombrecería a Marine Le Pen. Su principal objetivo era la posmodernidad y sus dislates y ahí se le veía influido por la teoría del escritor Renaud Camus –La gran sustitución, su apelativo– según la cual, la literatura ha sido sustituida por el periodismo, el periodismo por las redes sociales, el arte por la política, la cultura por la información y lo real por lo falso… En fin, muy desencaminada no está esa teoría. La diferencia en su acogida es según quien la esgrima o razone: si lo hace Michel Houllebecq la gente la considera; si lo hace Renaud Camus se mueven inquietos en la silla y miran a otra parte; y si lo hace Zemmour se tilda de fascismo y así le ha ido.

Mélenchon, por su parte, era hace cinco años un hombre crispado, con tendencia a la exaltación y el síncope, pero la aparición, meses después de las anteriores elecciones, del fenómeno súbito e incendiario de los chalecos amarillos, le dio un protagonismo distinto y con él una metamorfosis de su papel público, más propio del hombre de estado que aglutina a la extrema izquierda y la canaliza, que de desaforado con rabietas de adolescente. De todos los candidatos actuales es el que ha dado la gran sorpresa en la primera vuelta, obteniendo un resultado que nadie hubiera sospechado ni en 2017, ni después.

Pero lo importante, al menos hoy, es que la pareja Macron-Le Pen es la que está en el candelero y que es evidente quién de los dos va a ganar estas elecciones, por mucha comedia periodística de suspense que se haga en las cadenas de televisión. Macron luce su máscara de aguilucho napoleónico y Le Pen trastabillea en un si es no es donde se la ve descolocada. Como si su corpulencia fuera una metáfora del peso de su pasado y éste un gran impedimento. O mejor: el impedimento al Elíseo. Ambos, Macron y Le Pen, tienen distintas concepciones de Europa y tal vez ninguna de las dos persevere en el tiempo. Ambos dirigen partidos que son transversales y representan a todas las capas de la sociedad francesa. Ambos saben que es posible –sólo posible– que haya una tercera ocasión pero ya no una cuarta, donde se encuentren cara a cara. La moneda está en el aire pero caerá a favor de Macron.

Una vez Gran Bretaña ha optado por el solipsismo y el ahí os las den todas mientras os sigo fastidiando, la tentación liquidatoria en Europa no es sólo una larva. Francia ocupa, en este sentido, un papel crucial de bastión y defensa ante una hipotética desintegración europea. Son los tiempos. Pero los que nos ha tocado vivirlos, sabemos que el sentido de la responsabilidad –imprescindible para que la política no sea una farsa– ha desaparecido de la sociedad occidental por la puerta de atrás. Y eso también lo sabe Putin y lo sabe Xi. ¿Qué hacer?

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