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Antonio Papell

Elogio de la moderación

La guerra de Ucrania es el tercer contratiempo importante que nos aqueja corporativamente a los españoles en dos años. Cuando empezábamos a respirar de nuevo tras haber padecido con gran intensidad la crisis financiera apareció la gran pandemia. Y cuando parecía que salíamos de ella, la guerra de Ucrania, declarada por un autócrata imprevisible que podría llevarnos fácilmente a una tragedia de inimaginables consecuencias, nos ha sumido de nuevo en otra crisis, que es acumulativa.

Este tormentoso arranque del milenio ha crispado a la sociedad y la política, por fortuna tan solo en el plano dialéctico porque sigue siendo una contundente realidad el afán de una inmensa mayoría de seguir viviendo bajo el manto constitucional que marca con su legitimidad las normas y nos proporciona libertad y seguridad. En cualquier caso, quien frecuente las redes sociales, o esté atento a las sesiones parlamentarias, o acuda con asiduidad a la prensa, podrá ver tanto el griterío reinante cuanto el inútil esfuerzo de un sector de opinión que reclama moderación y calma.

Si se extiende una mirada desde lo alto a todo el trayecto democrático, se llegará a la conclusión de que esa moderación no ha faltado en realidad nunca, probablemente porque la inmensa mayoría ha seguido la máxima del sociólogo Bourricaud: «la pretensión de los moderados reposa sobre una convicción: es siempre la sociedad la que tiene razón frente al gobierno».

Más allá de los tópicos y pese a la mala fama, casi siempre merecida, de la clase política, hay que recocerle el mérito de haber mantenido permanentemente dos criterios esenciales: uno primero, el respeto escrupuloso a la Constitución, al espíritu y a la letra, lo que ha derivado en la conclusión de que no puede haber reforma constitucional si previamente no se ha conseguido un gran consenso; más vale la seguridad jurídica que los saltos en el vacío. Y el segundo criterio, que quizá llame la atención del lector, ha sido el de no volver la vista atrás y aceptar tácitamente que la modernidad se gana día a día y no es reversible.

El primer criterio permitió a PP y PSOE pactar dos evoluciones del Estado de las Autonomías (la última, en 1996), acordar en un momento crítico una reforma constitucional de emergencia del art. 135 que nos exigía Europa, imponer solidariamente el art. 155 C.E., negociar y pactar las renovaciones de las instituciones constitucionales (con la excepción ininteligible de Casado), etc. El segundo criterio nos ha evitado los vaivenes más importante y potencialmente dañinos: reformas polémicas como la legalización del divorcio, del aborto, del matrimonio homosexual… han sido controvertidas y polémicas, y objeto de recursos y deliberaciones, pero no ha habido un solo retroceso y cada vez más la sociedad ha interiorizado la evolución. Y hasta en economía se han evitado casi todas las idas y venidas: pese a las soflamas y a los gritos, las reglas económicas han evolucionado como un continuum.

Las cosas son inapelablemente de este modo, y este gobierno, en que por primera vez participa la llamada «extrema izquierda» (los «comunistas», gustan de decir algunos), no ha enunciado la menor propuesta de reforma del texto constitucional (salvo la de eliminar una afrentosa palabra que en 1978 pasó inadvertida, y que no ha sido posible retirar, también por obcecación de Casado). Los márgenes del debate son estrechos y una vez desactivado el problema catalán, en este país se ha recuperado buena parte del consenso originario, fundacional.

La única excepción es la de Vox, que en su programa apuesta por eliminar el Estado de las Autonomías, por infundir determinada confesionalidad al Estado, por descafeinar la emancipación de la mujer, por eliminar ciertos vectores humanitarios relacionados con la inmigración que a muchos nos parecen irrenunciables porque están en la esencia del ser humano, etc.

En definitiva, aquí no hay un país fracturado: hay, sigue habiendo, una gran conversación entre moderados, entre personas que piensan que, como decía Kissinger, «la moderación es una virtud, especialmente cuando quienes la practican podrían encontrar motivos para no hacerlo», y a este cuerpo social pacífico y cooperativo, se le ha adosado un grupo intransigente que quiere destruir algunas de nuestras conquistas, que ha costado sudor y tiempo implementar. No lo consentiremos.

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