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Eduardo Jordà

Estaremos de nuevo en casa

Los autores de los Evangelios -fueran quienes fuesen, porque sabemos muy poco de ellos- se enfrentaron con un problema mayúsculo cuando tuvieron que narrar la resurrección de Jesús que se celebra hoy, domingo de Pascua. De hecho, se enfrentaron con el mayor problema con el que tiene que enfrentarse un artista: ¿cómo hacer creer en algo que todos sabemos que es imposible? ¿Cómo lograr que nos resulten verosímiles unos hechos que todos tendemos a considerar bulos o mentiras o simples supercherías? Es cierto que los evangelistas contaban con la fe, o al menos con una cierta suspensión de la incredulidad, por parte de los oyentes de los Evangelios (digo oyentes porque muy pocos contemporáneos debían saber leer en su época). Eso es evidente. Pero narrar la resurrección de un ser humano, y lograr que resulte creíble -y no sólo eso, sino también dramática y emocionante y hermosa-, es una hazaña que está al alcance de muy pocos intelectos.

Conviene recordar que los Evangelios se compusieron en el siglo I de nuestra era -o quizá un poco más tarde-, y en aquella época el arte de narrar una historia se hallaba en un estadio muy rudimentario. Que sepamos, los evangelistas contaban con muy pocos referentes narrativos. Es posible que conocieran, aunque fuera de oídas, algunas tragedias griegas que podrían haberles llegado en forma de versiones locales que se representaban en Palestina y Oriente Medio. No hay ninguna certeza de ello, pero hay coincidencias muy llamativas entre el desarrollo dramático de las tragedias griegas y los episodios de la vida de Jesús. Y por supuesto, los evangelistas conocían muy bien los mitos hebraicos recogidos en el Antiguo Testamento. Y es lógico que también conocieran las fábulas que se contaban en Judea y Samaria, probablemente influenciadas por los mitos egipcios y babilónicos que se trasmitían a través de la tradición oral. Pero esto era todo. Y aun así, los evangelistas supieron contar la historia de la pasión y muerte de Jesús con una grandeza equiparable a cualquier tragedia de Shakespeare (en mi opinión, ninguna llega tan lejos, pero eso es sólo eso: una simple opinión).

Para mí, las dos mejores narraciones de la Resurrección se encuentran en el evangelio de San Lucas y en el de San Juan. El episodio del evangelio de san Lucas podría figurar en una antología de la narrativa posmoderna. Veamos. Cuando María y las demás mujeres van al sepulcro de Jesús y se lo encuentran vacío, comunican la noticia de su resurrección a los apóstoles y a los conocidos, pero nadie las cree. De todos modos, todo el mundo -alborotado, excitado- empieza a comentar la noticia. En esos momentos, un grupo de peregrinos se dirigen a un poblado llamado Emaús, y como es natural, todos están hablando de aquel hecho que consideran imposible (como buenos chismosos, no pueden dejar de hablar de la tumba vacía, o mejor dicho, de la tumba que las mujeres aseguran haberse encontrado vacía). Y en esto se les aparece un desconocido que se une al grupo y que les pregunta de qué están hablando. Un tal Cleofás se dirige al desconocido y le pregunta: «¿Eres tú el único forastero en Jerusalén que no has sabido lo que ha pasado en estos días?». Y entonces el tal Cleofás se pone a contarle al desconocido la historia de Jesús. Más tarde, por supuesto, descubriremos que aquel desconocido que había escuchado pacientemente la historia de Jesús era el propio Jesús (que acabará desapareciendo de la escena). En el Evangelio de San Juan la historia es más poética y mucho más sutil. María acude a la tumba, se la encuentra vacía, y entonces se da cuenta de que detrás de ella hay un jardinero. El jardinero le pregunta por qué llora y se dirige a ella llamándola por su nombre, María. El jardinero, claro está, es Jesús. María quiere tocar a su hijo, pero Jesús desaparece.

Los evangelistas sabían que la resurrección era el momento cumbre de su relato, pero también el más difícil, así que tuvieron que hacer desaparecer a Jesús como si fuera un fantasma. Pero la historia es tan poderosa y está tan bien narrada que nos sigue poniendo los pelos de punta, sintamos lo que sintamos o le veamos o no el sentido religioso. Y la historia sigue con nosotros. A mediados del siglo pasado, en Praga, en su casa de la isla de Kampa -de la que prácticamente no salía, Vladimir Holan escribió un poema sobre la resurrección que sigue trasmitiendo lo mismo que debieron de sentir los peregrinos de Emaús cuando se les apareció aquel desconocido que les preguntó de qué cosas tan raras estaban hablando. El poema de Holan es breve. Se llama Resurrección. Y termina así, con estos siete versos: «Entonces nos quedaremos aún tendidos un momento./ La primera en levantarse/ será mamá... La oiremos/ encender silenciosamente el fuego,/ poner silenciosamente el agua sobre el fogón/ y coger con sigilo del armario el molinillo de café./ Estaremos de nuevo en casa». Estaremos de nuevo en casa. Eso es, supongo, la Pascua de Resurrección.

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