El Diccionario panhispánico del español jurídico define la arbitrariedad como acto o proceder contrario a la justicia, la razón o las leyes dictado solo por voluntad o capricho de su autor, sin un razonamiento suficiente y sin explicación bastante de las razones en que se basa o careciendo estas de cualquier fundamento serio. 

En el Título Preliminar de la Constitución de 1978 se garantiza la interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos, lo que quiere decir que, en teoría, no cabe que ningún poder del Estado -legislativo, ejecutivo o judicial- actúe válidamente del modo que acabamos de citar. El propio Tribunal Constitucional se ha encargado de destacar que «[…] arbitrario equivale a no adecuado a la legalidad y ello, tanto si se trata de actividad reglada -infracción de la norma- como de actividad discrecional -desviación de poder». En definitiva, lo arbitrario es todo aquello carente de vínculo natural con la realidad y que alguien decide «por sí y ante sí». 

Para conseguir que ese principio se traslade a la realidad, nuestro ordenamiento contempla diversos métodos y procedimientos con la finalidad de que cualquier actuación de los poderes públicos se encuentre sometida a una serie de trámites, controles o contrapesos que eviten actuaciones injustificadas o arbitrarias.

Por desgracia, la complejidad del mundo actual y la multiplicidad de centros de decisión -que debería ser, en sí misma, una garantía frente a los excesos del poder, pero no es así- permite que en muchas más ocasiones de lo que sería deseable se vea vulnerado ese principio constitucional. Todos conocemos actuaciones que no pueden ser calificadas más que como arbitrarias, voluntaristas o basadas en la sinrazón, sean éstas, leyes o normas de calado o simples actuaciones de una administración municipal. Algunas de ellas son finalmente dejadas sin efecto mediante alguno de los sistemas de control, pero en la inmensa mayoría de los casos, ello no suele acarrear ninguna consecuencia desfavorable al causante de tal actuación (me refiero a consecuencia que le afecte a él personalmente o a su patrimonio, no al del ente o poder que represente, que éste sí puede ser que haya tenido que hacer frente a algún tipo de responsabilidad).

De antiguo, las leyes que regulan el procedimiento de las administraciones públicas han hecho referencia a la llamada acción de regreso, esto es, la acción que ha de ejercerse frente a la autoridad o empleado público que haya incurrido en dolo, culpa o negligencia grave, si, como consecuencia de ello, la Administración se ha visto obligada a hacer frente a indemnizaciones. Y ello no ha sido nunca una opción, sino una obligación legal; es decir, si la actuación administrativa ha tenido un coste para el erario público, éste debe iniciar acción de resarcimiento frente al verdadero causante. Lamentablemente, ese modo de proceder no se ha seguido casi nunca, de manera que los responsables de muchos desaguisados -piense cada uno los que considere, hay para escoger- no han sufrido consecuencia personal alguna. Rigen aquí los principios de que «perro no come perro» o «entre bomberos no nos vamos a pisar la manguera», por decirlo en palabras menos técnicas (y que me perdonen mis amigos bomberos). 

Ésta ha sido, en mi opinión, una de las causas de la desafección ciudadana respecto de la política y de lo público en general, pues si los ciudadanos hubieran visto que actuar mal -es decir, con arbitrariedad- tenía un coste, seguramente las cosas hubieran ido por otros derroteros. Es cierto que ha habido condenas penales y se han resarcido por ese conducto algunos perjuicios económicos, pero la realidad es que se trata de una parte ínfima respecto a lo que tocaría si se hubiera aplicado la acción de regreso a que antes me refería, que, además, hubiera actuado como vacuna a la hora de tomar determinadas decisiones por los responsables públicos. Sin que, por otro lado, la llamada nueva política haya venido a alterar el estado de cosas, sino al contrario.