Diario de Mallorca

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Miquel Àngel Lladó Ribas

Un cuento de Pascua

Sucedió hace escasamente diez días, tal vez un poco más. El escenario, uno de los boxes del hospital de día de Son Llàtzer, habitualmente reservados para el tratamiento de los enfermos oncológicos. Los personajes, un hombre de mediana edad y un servidor, apenas separados por una pequeña mampara. Él a la izquierda, según se mira de frente, y yo a la derecha. Al cabo de poco tiempo de estar sentados, un enfermero entra con sendas bolsas de plástico de color azul. Un azul cobalto, vivo e intenso, en el que se puede leer claramente la palabra «peligroso», advirtiendo sin duda de la posible toxicidad del fármaco. Nos pide que nos identifiquemos, seguramente para evitar confusiones en la administración del medicamento.

Trato de concentrarme y echo una mirada de reojo a mi compañero. A juzgar por su actitud diríase que es ya un «veterano» en estas lides. Se le ve tranquilo, como si estuviera cumpliendo con una rutina largamente aceptada, sin ningún tipo de tensión ni de aparente preocupación en su rostro. Pasado el primer lavado de vena la bolsa azul comienza a destilar su fluido, gota a gota, hasta alcanzar el catéter a través del cual se extenderá por todo el cuerpo para ejercer así su función sanadora. Es bonito, el fluido. Tiene un color ámbar que recuerda vagamente al oro líquido después de su fundición a altas temperaturas, o si lo prefieren, también, a un buen whisky de malta. La cuestión en esos momentos es tener pensamiento positivo, o intentarlo al menos.

- «Yo conozco a un Miguel Lladó, como usted. Vive en Sant Jordi».

Mi compañero me dirige la palabra, acompañada de un atisbo de sonrisa. En esas circunstancias cuesta romper el silencio, por lo que su gesto es francamente de agradecer. Me detengo unos segundos en sus rasgos; por su acento y manera de hablar parece un hombre árabe. Le respondo con cierta torpeza, tratando de hilvanar algo coherente y a la altura.

- «No tengo parientes en Sant Jordi, que yo sepa. La mayoría de los Lladó de la isla se ubican en la zona de Campos y Santanyí, al menos los que yo conozco».

Noto que me enzarzo en un monólogo algo absurdo, como si me sintiera en deuda con su sincera y espontánea generosidad. Le explico que mi apellido proviene del almez, que en mallorquín se llama lledoner. Que es un árbol muy bonito y que suele encontrarse en los patios de la mayoría de possessions (se lo digo así, talmente, no alcanzo a encontrar una traducción apta para ese momento) de Mallorca. Que no es un apellido muy común, en todo caso, y que seguramente lo trajeron consigo los catalanes cuando conquistaron la isla y la repoblaron. A juzgar por su mirada parece que sigue mi conversación con atención, como si le interesara lo que le estoy contando. De repente cambia de tema, como si quisiera abrirse algo más conmigo.

- «Llevo ya tres años con esto. Me operaron en su momento, pero no fue suficiente».

Tres años -pienso-, madre mía. Le explico brevemente lo que me pasa y que por suerte todo está yendo muy bien, que ya estoy en la recta final del tratamiento. Él vuelve a sonreír y me dice que seguro que irá fenomenal. Un pitido intermitente interrumpe nuestra conversación y anuncia el final de la sesión. El enfermero vuelve a entrar en el box y retira las bolsas azul cobalto junto con sus accesorios -tubos, palomillas...-, hace una especie de ovillo con todo y se despide de nosotros cortésmente. Mi compañero se incorpora y hace un ademán de saludo, a modo también de despedida. Caigo en la cuenta de que no recuerdo su nombre y se lo pregunto antes de perderle de vista, quién sabe si para siempre.

- «Abdelatif, pero todo el mundo me conoce como Latif».

Permanezco unos momentos en la tumbona, pensativo. Vuelvo a echar una ojeada a la estancia y observo el asiento de mi compañero, ya vacío, y la mampara que hasta ahora nos separaba justo enmedio, a modo de sutil y misteriosa presencia. Me viene a la cabeza que se acerca la Semana Santa. Trato de identificar quién es quién en ese escenario que tiene algo de sagrado, de sublimemente humano, incluso de bíblico, si me apuran. Sé que un hombre bueno acaba de abandonar el box, en todo caso, y recuerdo aquello tan hermoso de que las palabras, en un momento y circunstancia determinados, pueden servir para sanarnos.

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