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Luis Sánchez Merlo

Las trampas del dictador

Represalia en Belgorod, victoria moral y primer aviso

Ilustración. Pablo García

En el vértigo informativo de lo que está pasando — incluidos crímenes de guerra, con matanzas indiscriminadas de civiles— ha podido pasar desapercibido el primer ataque aéreo de Ucrania, en suelo ruso (Belgorod), desde que comenzó la invasión, con la calcinación de ocho depósitos de combustible.

En 40 días de guerra en suelo europeo, ha sido la primera gran victoria moral, alcanzada por un país — en modo destrucción— urgido en recibir una buena noticia.

En un movimiento audaz y arriesgado, dos pilotos ucranianos, con sendos helicópteros Mi-24, que llegaron a baja altura, dispararon cohetes contra una terminal de almacenamiento de petróleo —instalación que, según los rusos, proporcionaba combustible para el transporte civil y no se utilizaba para los vehículos militares que participan en la guerra— causando una explosión masiva e incendiando los tanques. Volando todavía a muy baja altura, llegaron a casa sanos y salvos, sin haber sido detectados por los acreditados sistemas antiaéreos rusos.

Informado del ataque — cinco de la mañana— con el resultado de dos trabajadores rusos heridos, Putin puso el grito en el cielo, por la temeridad consentida, culpando a Ucrania de la escalada: «Esto no es algo que pueda ser percibido como la creación de condiciones cómodas para la continuación de las negociaciones» ¡Qué ironía!

Esta lógica dejaría sentado que Rusia puede bombardear: hospitales, aeropuertos, maternidades, teatros, bloques de apartamentos residenciales, centros comerciales, sin miramiento alguno y cuando lo estime oportuno; mientras el agredido no puede replicar porque descabala las conversaciones (de paz) con el agresor. A pesar de la admonición: «Habrá consecuencias para Ucrania», las conversaciones continuaron, esta vez por vía telemática.

Nadie sabe, con certeza, qué bulle en la cabeza del comandante en jefe de la «operación militar especial» y la enorme fuerza bélica que aún puede desplegar, pero lo cierto es que aun no ha conseguido ningún objetivo. Analistas militares y de inteligencia coinciden en el mismo diagnóstico: error de cálculo evidente, susceptible de poner en peligro el control del poder de quien siempre ha sido considerado un astuto operador.

Tras 22 años al mando, Putin, se ha vuelto cada vez más impaciente con quien le lleva la contraria. Lleva mucho tiempo acumulando autoridad, en un lugar en el que traicionar al dictador es potencialmente una sentencia de muerte. Y el efecto resultante de estar cada vez más aislado y ser cada vez más represivo es: obtener peor información.

Su ofuscación, antes de la invasión —compartida con su íntimo amigo, vecino de pandemia y banquero, Yuri Kovalchuk— era tan obvia que no tuvo en cuenta déficits de partida: mala planificación y desconocimiento del enemigo.

A falta de cerrar los cielos, este ataque no deja de ser un leve escarmiento con el que Kiev quiere mostrar al Kremlin que el coste de continuar esta guerra de agresión puede aumentar a medida que vaya contando con más equipos que necesita —misiles antitanques (Javelin) y antiaéreos (Stinger)— para defenderse de bombardeos diarios inmisericordes.

El Ministerio de Defensa británico, en su informe diario de inteligencia —fuente esencial para seguir la evolución de la guerra— viene señalando que la campaña rusa se ha alargado, con enormes pérdidas de tropas y material. Y a propósito de los incendios y explosiones en Belgorod, «probablemente añadirán una tensión adicional a corto plazo a las cadenas logísticas de Rusia que ya están al límite».

 Para que el agresor negocie de buena fe, el coste de continuar la guerra tiene que superar los beneficios descontados. No tiene sentido que; quien lleva un mes reduciendo a escombros ciudades enteras, matando civiles, a los que impide una salida segura de los refugios y obligando a cuatro millones de ucranianos a salir de su país; siga siendo una isla de paz donde descuella la hipocresía: ataca a una nación soberana y espera no sufrir pérdidas en su propio territorio. Eso es como acusar a un equipo de fútbol de ganar un partido.

Ilustración. Pablo García

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La propaganda suele ser el envoltorio de la mentira. Brian Klaas —profesor de política global en University College (Londres) y columnista del Washington Post— autor de un libro que recomiendo a los lectores: Corruptible: Who Gets Power and How It Changes Us, documenta que la «trampa del dictador» desempeña un papel crucial en el mantenimiento de las autocracias, especialmente en tiempos de crisis.

En la Guerra Fría, tras los acuerdos de reducción de armas nucleares con el Kremlin, el mantra estadounidense era «confía, pero verifica». En este conflicto, el enfoque es exactamente el opuesto: «verifica y desconfía». El cambio refleja la desconfianza hacia el presidente ruso, que ha mutado en repulsión, por los violentos ataques contra civiles inocentes y el inolvidable martirio de ciudades —Mariúpol, Bucha et alii— durante cuarenta días y cuarenta noches interminables.

Cuando Rusia reunió a más de 100.000 soldados en las fronteras de Ucrania, Putin insistió, durante semanas, en que no tenía planes de invadir mientras el Pentágono advertía de la inminencia. Pero lo hizo y cruzó la frontera con el objetivo declarado de una conquista rápida.

No cabe, pues, sorprenderse de que el último anuncio —una ofensiva reducida —pudiera camuflar un asalto intensificado contra las ciudades sitiadas y haya sido recibido con escepticismo funcional por quienes consideran que está diseñado para desviar la atención de las pérdidas en el campo de batalla, en tanto que los mas astutos zanjan la discusión. «Los rusos son maestros del engaño mentiroso y el escaparate».

El régimen de Putin, que atesora un copioso historial de artificios y trampas, ha prohibido a sus medios de comunicación referirse a la invasión de Ucrania como una «guerra». En su lugar, ha preferido recurrir a la propaganda: «Una operación para liberar a Ucrania de los neonazis». La agencia estatal de noticias, por su parte: «Rusia, por segunda vez en la historia, asumirá la responsabilidad de la liberación de Ucrania del nazismo», y un estrambote final: «En interés de toda Europa, ‘aunque ésta no lo sepa’, Rusia está llevando a cabo, en Ucrania, una operación de desnazificación».

Tampoco se han privado de tildar al presidente Zelensky de drogadicto y neonazi, aunque sea un judío cuyo abuelo luchó contra los nazis en la Segunda Guerra Mundial y perdió a muchos otros familiares en el Holocausto.

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Las primeras filtraciones de la cumbre, entre rusos y ucranianos, en el Palacio de Dolmabahçe —que fue residencia de los sultanes y donde el gran Atatürk, fundador y primer presidente de la Turquía moderna, ya con la salud muy deteriorada, pasó sus últimos años— indican pequeños avances en un posible acuerdo de mínimos sobre: la adhesión de Ucrania a la UE, su petición de entrada a la OTAN, el reparto del territorio o un alto el fuego.

Los negociadores rusos anunciaron en Estambul que desescalarían sus operaciones de combate cerca de Kiev y Chernihiv para «crear confianza», centrando su lucha en el Donbás, lo que provocó indignación en medios de comunicación rusos y escepticismo en Washington, que lo considera una señal de que Rusia gana tiempo para reagruparse y reorganizar su ataque.

La represalia en Belgorod, «tal vez alguien fumó en el lugar equivocado y provocó el incendio», puede socavar los avances en las conversaciones encaminadas a alcanzar un acuerdo (de paz) — ahora en una fase delicada— pero tiene un valor incalculable.

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Hay quien se pregunta cuál habría sido la respuesta si, en lugar de los depósitos, hubieran volado el simbólico puente que Putin construyó sobre el estrecho de Kerch —entre el Mar de Azov y el Mar Negro— para acelerar la integración de Crimea con Rusia. Si los puentes se destruyen, ni ahora ni después habrá acuerdo de paz. Y Putin se condena al aislamiento total hasta que sea juzgado o viva en un retiro tolstoiano.

Así que, vamos viendo…

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