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Daniel Capó

La inflación preocupa a Pedro Sánchez

Al 9, 8%, los datos de inflación son peores de lo esperado. No debería extrañarnos si pensamos que ese ha sido el sino de la sociedad española prácticamente desde el inicio de la democracia. Los ciclos económicos extreman las tendencias –hacia arriba o hacia abajo–, mientras se mantienen las rigideces estructurales tanto en el mercado laboral como en el control de precios, señal inequívoca de una falta de competencia real. Si, ante el brutal endeudamiento de las cuentas públicas, un IPC ligeramente ascendente sería incluso conveniente, los datos actuales llaman a la preocupación. ¿Nos asomamos a la estanflación? ¿Qué supondrá para nuestra competitividad una espiral de precios? ¿Se subirán los tipos de forma agresiva? ¿Cuáles serán los daños estructurales para las empresas y las familias? ¿Y cuánto tiempo tardaremos en volver a encauzar esta crecida desbocada? El BCE mantiene un discurso optimista, en la confianza también de que la guerra no se alargará en exceso y de que la paz en Ucraniana permitirá ensanchar el cuello de botella de las materias primas y de sus efectos colaterales. Es probable, pero no seguro. Muchos de los problemas que nos aquejan son anteriores al conflicto con Rusia, el cual no ha hecho sino acelerar o agravar algunas de las tendencias ya existentes. Se diría que el siglo XXI ha consistido en ir engarzando una crisis con otra, a costa de los asalariados y de los pequeños ahorradores.

La inflación es un problema global que exige respuestas globales, pero que también permite una lectura en clave española. O más bien muchas. Algunas inmediatas y otras más lejanas en el tiempo, auténticos anuncios del futuro. Tener que apretarse el cinturón es indudablemente una de ellas. Su traducción en el empleo y en la viabilidad de muchos negocios es otra. Así como su efecto en el estado de ánimo político de una sociedad que lleva ya años herida y sumida en la desconfianza. El debate ideológico, tan crucial tras el 15M y durante el Procés, parece ir quedando atrás para dar paso a los problemas asociados a la gestión pura y dura: la necesidad de una economía relativamente saneada o de una escuela que responda mínimamente a las exigencias del «conocimiento poderoso» –un concepto acuñado por Gregorio Luri– que requiere nuestro tiempo. Gestión pura y dura, que tiene algo de ideológico, pero mucho menos de lo que quieren suponer nuestros gobernantes y que, desde luego, sintoniza muy poco con el lenguaje hipermoralizante que utilizan habitualmente.

La demoscopia ha reaccionado enseguida, señalando un deterioro en las expectativas de gobierno de la actual coalición. Sánchez ha captado que la inflación se lo puede llevar por delante a poco que siga disparada y que los efectos de la segunda ola resulten tan nocivos como los de la primera. Con la electricidad, los carburantes y la cesta de la compra por las nubes, los primeros afectados son los caladeros naturales del voto de la izquierda, que se verán ahora diezmados por la contrapropaganda de la derecha, sin que dispongan apenas de un margen de maniobra. Con la inflación, la economía vuelve a cobrar protagonismo en el debate público: un protagonismo que no beneficia especialmente a Pedro Sánchez, a pesar de los miles de millones con que nos ha regado Europa. Pero ya no es sólo una cuestión de dinero, sino de prioridades en el mensaje y de apuestas en la gestión. Quizás por primera vez en mucho tiempo, Sánchez empiece a situarse a la defensiva. En una época de crisis sistémica como la actual, el destino de los políticos es consumirse rápidamente. Le sucedió al gobierno de Rajoy. Y puede sucederle ahora a Pedro Sánchez.

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