La conclusión más pavorosa de los chistecitos siberianos que se ha permitido un juez británico, a cuenta de la inviolabilidad de Juan Carlos I, es que Felipe VI podría haber salvado a su padre de la demanda de Corinna en Londres, y no lo hizo. El magistrado humorista resalta que solicitó información a La Zarzuela sobre la radicación del Emérito en dicho domicilio, sin haber recibido una respuesta satisfactoria.
Felipe VI se ha desentendido del #metoo que va a costarle millones de euros a su padre, porque su reputación está hecha trizas en Arabia. Salvar a Juan Carlos I de las garras de Corinna hubiera implicado algún documento del jefe del Estado reivindicando no la insoslayable filiación genética, sino el vínculo laboral. Para conseguir el amparo denegado a Pinochet en Londres, el Emérito le rogaba un empleo a su hijo con la avidez de un inmigrante sin papeles que aspira a regular su situación.
Por supuesto, el documento que requería Juan Carlos I para justificar su adherencia al trono podría haber liquidado el reinado en curso. Entre mantener a la familia en la Corona, o mantener a la Corona en la familia, Felipe VI ha preferido el continuismo. La interpretación moral de negarle un salvavidas a un monarca poco ejemplar decae al analizar los intereses en juego.
Juan Carlos I salvó a la democracia, y ahora hay que salvar a la democracia de Juan Carlos I, convertido en el principal ejemplo de que algo no funcionó en la transición. Otro elemento de justicia poética del juez humorista consiste en utilizar la fuga de Juan Carlos I a Abu Dabi para determinar que puede ser juzgado en Londres. Un funcionario de Su Majestad británica coincide así con la opinión de la mayoría de españoles, en la valoración del destino exótico elegido para el solaz invernal. Curiosamente, el magistrado consejero de Isabel II contradice a los monárquicos hispanos, que insistían en que Emiratos era una destinación ideal.
Juan Carlos I nunca se tomaba vacaciones, los burócratas de su vetusta Casa informaban llegado julio que «el Rey traslada su despacho a Marivent», como si transportaran una mesa aparatosa sobre sus espaldas. La opinión pública española es más crédula que un juez heterodoxo, que no se ha tragado la mudanza de la oficina a uno de los destinos más lujosos del planeta, con 70 mil euros de renta per cápita.
Tras la condena de Felipe VI a Juan Carlos I, al incumplir con la misericordia esencial de dar cobijo a un refugiado político, es inevitable una comparación entre las dos monarquías más significativas del planeta. Tal vez Buckingham Palace sobrevive con excelentes valoraciones porque sus partidarios la atacan ferozmente cuando incurre en un desliz, en tanto que la Corona española vacila por la permisividad rayana en el servilismo de los cortesanos locales.
Los recalcitrantes que culpan a los muy escasos republicanos de la erosión de la monarquía se parecen a los woke, que culpan al racismo patriarcal blanco de un bofetón entre dos millonarios negros. Ningún antimonárquico ha dañado a la institución que acoge la jefatura del Estado con la saña desplegada por miembros de la Familia Real, tales que Juan Carlos I o Cristina de Borbón. Y con la inflación al diez por ciento, será difícil que el rechazo autoinfligido evolucione sin consecuencias.
Son los monárquicos ciegos y contumaces quienes han de explicar por qué cada Rey hijo ha de renegar de su Rey padre para salvar su empleo. Los tribunales londinenses son el enésimo destierro a que somete Felipe VI a Juan Carlos I por motivos de estricta supervivencia, después de expulsarlo sin contemplaciones de los palacios de La Zarzuela y Marivent. Frente a la suavidad mostrada hacia su hermana, el Rey castiga con dureza a su progenitor, en la misma línea seguida precisamente por Isabel II, al transmitir que su hijo favorito Andrés tenía que defenderse por su cuenta del #metoo por su relación con el pederasta Jeffrey Epstein.