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Juan José Company Orell

Contraatacar con arte

Qué duda cabe de que cuando se habla de víctimas de una guerra ese nominativo debe ir destinado en exclusiva a los que mueren, sufren, padecen, pierden bienes y esperanzas y penan grandemente de forma directa por causa del conflicto; pero, guardando las debidas distancias, es igualmente entendible que en cualquier conflicto bélico existen otros daños y víctimas colaterales; víctimas, de todos conocidas, entre las que, según el que fuera senador estadounidense, Hiram Johnson, se halla la verdad, pero existen también un sin número de otras, desde las económicas hasta las laborales; por ello tengo para mí que no es menos considerable como víctima la cultura, más concretamente el arte, y los que a ella y a él se dedican en cuerpo y alma.

De ordinario se suele meter en la misma batidora ideológica y oportunista al resultado artístico, la obra de arte y al artista para obtener así un coctel denigratorio para todo el conjunto, lo cual no es precisamente una novedad a lo largo del andar humano y que suele resultar sumamente injusto, o ¿es acaso esperable que desmerezcan los tratamientos de luces y sombras del magnífico Caravagio por el hecho de que en un mismo cuerpo compartieran espacio el artista y el asesino? A mí me parece que no, que sus obras siguen siendo admirables; burla burlando déjenme añadir que de aquel artista existe también un óleo de título Los Músicos, lo que me permite recordar que también entre estos últimos se han dado víctimas de guerras y violencias políticas; Mahler, o Mendelsshon, fueron vetados en la Alemania nazi, por su ascendencia judía y como contrapartida interpretar a Wagner fue rechazado en Israel durante años, por obvias razones dado su acreditado antisemitismo, que expresó con profusión en su ensayo de 1850 El judaísmo en la música, pero ¿desmerece aquello en algún ápice la calidad de su música?; ¿convierte en nazis a los que disfrutan, disfrutamos, con sus obras operísticas?; a Ustedes les dejo la respuesta.

Pero los errores pueden ser corregidos y de hecho, en el año 2000, un superviviente del terror antisemita en la Europa de los años cuarenta, el maestro Mendi Rodán, dirigió en Israel el wagneriano Idilio de Sigfrido; al año siguiente el Maestro Barenboim interpretó en Jerusalén, no sin polémicas, un fragmento de Tristan e Isolde; aún recuerdo una foto de aquel concierto con el Maestro dialogando con un espectador que le recriminaba el bis elegido, que finalmente sonó en la Sala de Conciertos, con el aplauso de la mayoría de asistentes; porque como consideraba el Músico Judío, Argentino, Español y Palestino, el no interpretar la música de Wagner, el vetarla, el prohibirla, es otorgarle una inmerecida y postrera victoria a Hitler; al final el amor por la música siempre supera los entendibles odios para con el compositor o el interprete. Pero por favor, nada de espavientos de desagrado; en nuestros propios lares, algún que otro ayuntamiento ha negado la actuación de algún que otros grupo musical israelí, por eso, por ser israelíes; así que menos lobos.

Aquí y allá; hace pocas fechas conocí la nueva que nos informaba de que el Met neoyorquino había retirado de su programación a la soprano rusa Anna Netrebko, por lo visto por su apoyo al Gerifalte del Kremlin, y qué quieren que les diga, pues que se antoja que el que los melómanos de la Sala Magna del Lincoln Center no puedan disfrutar de una sensacional artista, de su música, no le restará al detestable dictador ruso ni un segundo de sueño y además no salvará la vida a un solo ciudadano ucraniano, los sufrientes de esa decisión serán exclusivamente los admiradores de la cantante y ella misma, nada más.

Aquí en nuestro terruño también padecemos esa misma lacra, quizá en otra forma pero con casi igual resultado; nuestro ya propio Ballet de Moscú, dada sus asiduas visitas a nuestro Auditorium palmesano, por razones obvias de nombre y de nacionalidad de algunos de sus integrantes, no podrá estar entre nosotros esta próxima temporada, por lo menos no con ese nombre, aún cuando algunos de sus bailarines de origen ucraniano hayan tenido que mudar sus zapatillas de baile por botas militares. Ahora su primera bailarina, Cristina Terentiev, su marido Alexei y el imprescindible Rafael Oliver, a quien debemos el placer de mantener año tras año nuestra isleña temporada de Ballet, están haciendo de tripas corazón para cubrir los huecos que la guerra ha dejado entre las filas del Ballet y así poder seguir regalándonos su arte, aún cuando tendrán que cambiar de nombre, trocando el anterior por el de International Ballet Company (debo añadir que me honra infinito compartir nombre con el gripo artístico, si me autorizan una pincelada de humor tan necesario en tiempos de penumbra).

Por ello debemos estar ciertamente agradecidos a los esfuerzos de todas esas personas que, al igual de la Orquesta sinfónica de Kiev hace pocas fechas, haciendo sonar el bethooveniano Himno a la Alegría en el centro de Kiev y en plena vorágine bélica, nos recuerdan que el arte siempre permanecerá, pase lo que pase. Apoyémosles.

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