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Astrid Barrio

Matar al mensajero

Vox tiene una agenda incómoda pero algunos problemas que plantea están muy presentes

La derecha radical, a pesar de la heterogeneidad de esta familia ideológica, se caracteriza por tener una agenda política común que impugna la mayoría de los consensos sobre los que se construyó la Europa democrática de posguerra y gracias a los cuales, una vez derribado el muro de Berlín, se fue extendiendo hasta casi adquirir una dimensión continental, al menos hasta ahora. Un nacionalismo exacerbado, hostilidad hacia la inmigración y a las diferencias culturales de matriz religiosa y, por tanto, más xenófobo que propiamente racista, un rechazo rotundo a las políticas de género, relativismo cuando no directamente negacionismo respecto al cambio climático y un euroescepticismo en grado variable, asociado a la percepción de pérdida de soberanía que implica el proyecto europeo. Un contenido recubierto de un continente con una clara tendencia a abusar de las malas formas, de las noticias falsas y de una pulsión iliberal en el ejercicio del poder y que se ha identificado con el borroso concepto de populismo.

Por ello no es de extrañar que el acuerdo entre el PP y Vox para formar un Gobierno de coalición en Castilla y León haya encendido todas las alarmas y hasta haya merecido el reproche de Donald Tusk, el presidente del Partido Popular Europeo. Por primera vez la derecha radical accederá al Gobierno de una comunidad autónoma, cuando hasta la fecha su implicación en la gobernabilidad en España se había limitado a apoyar investiduras -tal es el caso de Murcia, Andalucía o Madrid-, pero sin asumir responsabilidades de gobierno. Ahora, en cambio, el PP y Vox han suscrito un acuerdo gracias al cual este partido asume la vicepresidencia y tres consejerías y dejará su impronta en todas las áreas políticas.

A partir de aquí el debate está servido entre los partidarios de establecer un cordón sanitario y aquellos que aceptan la colaboración, en diversos formatos, con la extrema derecha. En Europa nos encontramos ejemplos de todo y no existe una tendencia clara. Depende de las circunstancias. Desde el férreo cordón sanitario establecido en Alemania y Francia, en ambos casos gracias a la colaboración de la izquierda, pasando por un papel imprescindible para la gobernabilidad en Italia, Austria, Finlandia, Países Bajos, Estonia o Bulgaria, hasta el ejercicio del Gobierno en países como Polonia, Hungría o Eslovenia, precisamente los que han experimentado la mayor deriva autoritaria en el seno de la Unión Europea.

En España, con las excepciones mencionadas, se ha tendido mayoritariamente a aplicar el cordón sanitario. Así lo han hecho, por ejemplo, el Parlament de Catalunya, que ha excluido a Vox de puestos en la Cámara e incluso le ha privado del senador que le hubiese correspondido de haberse aplicado el criterio habitual y así lo ha intentado el Parlamento vasco, hasta que el Tribunal Constitucional ha puesto fin por considerar que se limitaba su capacidad de acción parlamentaria.

Sin embargo, en una democracia como la española, que no es militante, y cuya ley de partidos establece que solo son legales aquellos que respetan los valores constitucionales y los derechos humanos, el debate en torno a los pactos políticos debería versar más acerca del qué y no sobre el quién. De lo contrario, igual de reprochable puede ser pactar con Vox que con un partido como Bildu, que participa en homenajes a etarras excarcelados, o con la CUP, un partido cuyas exigencias al margen de la ley fueron satisfechas con infaustas consecuencias.

Es cierto que la derecha radical presenta una agenda incómoda pero hay que asumir que algunos de los problemas que plantea están presentes en la sociedad y amenazan con generar profundas fracturas a largo plazo, además de una elevada polarización. Se pueden ignorar esas cuestiones y vetar a quien rompe el consenso desde una autocomplaciente superioridad moral dejando que, en ausencia de mejores alternativas, se queden con el monopolio de algunas temáticas e impongan soluciones que no resisten el contraste empírico. Demonizar y tratar de marginar políticamente a una derecha radical que cuenta cada vez con más apoyos puede ser útil para ganar las próximas elecciones pero no servirá para construir los consensos necesarios que garanticen la cohesión de generaciones venideras.

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