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Ernest Folch

Su guerra, nuestro dinero

Si los tanques de Putin han entrado hasta Kiev no es solo porque es un malvado; es también porque se lo hemos permitido

Putin es el Mal, ¿pero qué hemos hecho nosotros para pararlo? Nada ejemplifica mejor las debilidades y contradicciones de Occidente que el humillante logo de Gazprom, que hasta ayer exhibía la UEFA en su página web, y que solo retiró cuando la presión era impresentable. Putin entra en Ucrania, mata a inocentes y hunde la vida de millones de personas, pero a Europa le cuesta horrores hacer algo tan básico como desconectar el fútbol de su dinero. La historia de Gazprom es en realidad la que probablemente mejor define los titubeos de la estrategia europea ante el avance de un loco a las puertas de sus propias fronteras. Gazprom se fundó en 1989 como resultado de la privatización de la empresa de gas estatal, y fue uno de los incontables robos que perpetraron las élites rusas a un Estado fallido tras el derrumbe de la Unión Soviética. Cuando los oligarcas ya le habían sacado todo el jugo, fue renacionalizada parcialmente por Putin, convirtiéndola entonces en la gran herramienta de su política interior e exterior. Gazprom es, desde hace años, una fabulosa máquina de hacer dinero (solo en 2021 ganó la friolera de 18.000 millones de euros) y da trabajo a más de 450.000 personas. Curiosamente, uno de sus empleados es el excanciller alemán Gerhard Schröder, que a día de hoy sigue cobrando 600.000 euros anuales solo por formar parte de su consejo directivo. Es más que probable que Putin le agradeciera así el crédito de más de 900 millones de euros a Gazprom que, siendo él canciller, autorizó el Gobierno alemán. También se entiende mejor por qué Schröder hizo a Alemania dependiente del gas ruso (supone el 35% del total alemán), y se entiende menos por qué nadie hizo caso al presidente ucraniano, Zelenski, cuando hace ya unos meses advertía de que el gasoducto Nord Stream era una «inigualable arma política».

En lo últimos días, Alemania ha anunciado solemnemente el envío de 500 misiles para que Ucrania pueda defenderse del maligno Putin, pero el Gobierno alemán guarda un vergonzante silencio sobre qué piensa hacer con un excanciller que se enriquece tras haberle favorecido descaradamente durante su mandato. Lo mismo puede decirse de Boris Johnson, que se ha pasado los últimos días gesticulando, haciéndose el escandalizado y hasta grabando mensajes patrióticos en ucraniano, pero ha permitido que el magnate Roman Abramovich fingiera que dejaba el control del Chelsea cediéndolo a una fundación para evitar una posible intervención: la fortuna de Abramovich es una de las tantas que han colonizado la City londinense y han convertido la capital británica en lo que ya se conoce como Londongrado, el lugar donde depositan sus fortunas, con las que por supuesto compran voluntades políticas y expanden su influencia. Solo así se explica por qué la respuesta de Europa ante la barbarie de Putin es más teatral que efectiva: ni siquiera se ha propuesto expulsar a los embajadores rusos. Se ha hecho el paripé de congelar unas supuestas cuentas de Putin y Lavrov (de las cuales no teníamos noticia) y se anuncia a bombo y platillo que se censurará la emisión de la cadena rusa RT, una coerción de la libertad de expresión que no sirve de casi nada y que por cierto firmaría el propio Putin. Porque el relato dominante de que hemos llegado hasta aquí solamente porque Putin es un enfermo esconde cínicamente que muchos políticos y empresarios han vivido, y viven, de su dinero. Si los tanques de Putin han entrado hasta Kiev no es solamente porque es un malvado. Es también porque se lo hemos permitido, y porque ya hace tiempo que dejamos que sus oligarcas nos compren. Quizás porque lo que nos importaba no era su guerra sino nuestro dinero.

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