Opinión | Entrebancs
Optimistas, pesimistas y escépticos
En la sociedad que nos ha tocado vivir y convivir, que algunos definen como posmoderna (?), están pasando cosas imprevistas, incluso para quienes en principio disponen de los mejores instrumentos para conocer la sociedad y anticipar su posible evolución. Desde la perspectiva socioeconómica vivimos con resultados desconcertantes, con conflictos bélicos en las fronteras europeas (Ucrania), con un virus todavía extendido por gran parte del globo terráqueo, con un avance de fuerzas políticas reaccionarias, con la extensión del terrorismo lejos/cerca de los focos de los conflictos bélicos, con la presencia masiva e intensiva de refugiados huyendo de la guerra y de la hambruna convertidos en invisibles ante la hipocresía europea…
Y a nivel más próximo, si continuamos sobreexplotando los recursos del planeta y no damos importancia al cambio climático, nuestros nietos afrontarán situaciones conflictivas prácticamente inevitables. La globalización económica, así como la criminal y la terrorista, ya forman parte de la realidad. Las redes sociales pueden ser muy útiles y a la vez una trampa. Posibilitan en principio una más y mejor intercomunicación, pero al mismo tiempo la soledad es la gran amenaza en estos tiempos de individualización. Si las relaciones profesionales/ laborales se pretenden consolidar desde la inestabilidad, el arraigo será un sueño y las expectativas una quimera.
Hoy por hoy, nuestra única certeza es la incertidumbre, donde los miedos campan a sus anchas. El pabellón de los desconcertados está formado por gente de variada procedencia, tanto de derechas como de izquierdas, los conservadores clásicos y los pijos progresistas. En tiempos de fragmentación lo único transversal es el desconcierto, aunque a la derecha le suele durar menos. Por lo general, los conservadores se llevan mejor con la incertidumbre y no tienen demasiadas pretensiones de formular y revisar ciertos parámetros de la sociedad mientras las cosas les funcionen. La izquierda suele sufrir más con la falta de claridad y tarda mucho tiempo en comprender por qué los trabajadores y parte de las denominadas clases populares militan en el populismo y votan a la extrema derecha. De ahí el amplio debate acerca de qué debe hacer la izquierda (la vieja y la nueva) para recuperar alguna capacidad estratégica en medio de una situación difícil y compleja.
Los historiadores seguirán estudiando las consecuencias de la covid dentro de un siglo. Los hay que consideran que saldremos de la pandemia mejor de lo que entramos, es decir, convertidas en mejores personas. Esta idea manifiesta una ingenuidad tan candorosa que da hasta pena criticarla. Saldremos unos mejor, y otros peor o igual. La psicología humana es extraordinariamente tenaz, y el egoísmo está integrado en ella hasta la médula oblonga, también llamada bulbo raquídeo.
Tal vez la peor consecuencia de la pandemia, para aquellos que seguimos vivos, sea la profundización de la desigualdad mundial. Entre 2020 y 2021, la riqueza de los milmillonarios creció en cuatro billones de euros, mientras 100 millones de personas caían por debajo del umbral de la pobreza, según el premio Nobel de Economía, Joseph Stiglitz. La fractura no es solo entre países pobres y ricos, sino también entre sectores de población dentro de cada país. Los pobres tienen menos acceso a las bajas por enfermedad y más razones para eludir hacerse pruebas o revelar sus resultados. La pérdida de empleo suele ser más grave para la gente peor pagada del sector servicios, cuyos trabajos son los que menos se pueden hacer desde casa. No olvidemos que entre nosotros hay asalariados pobres, que no pueden llegar a fin de mes. La aprobación de un salario mínimo de 1.000 euros mensuales y la aprobación de la nueva Reforma Laboral, pueden coadiuvar a unos salarios más justos y una contratación más estable.
Coexistimos en entornos cerrados que les impiden ver lo corrosiva que es la persistente desigualdad. Las elites, los que están en posiciones de poder, no entienden lo que está ocurriendo, lo que no les exime de la responsabilidad de indagar en las causas de ese malestar y pensar que tal vez estén haciendo algo mal. No hay experiencias compartidas ni visión de conjunto; tan solo la comodidad privada de unos y el sufrimiento invisible de otros. Las elites populistas no han entendido lo corrosivo que está resultando para la democracia desigualdad.
Es posible que estas líneas extrañen a propios y ajenos, pero me considero con derecho a opinar sobre la crisis profunda que vive el PP no sólo para criticarlo sino también porque necesitamos una derecha democrática de talante europeo. La actual crisis de los populares no es coyuntural, es estructural. Se disputan el liderazgo de la derecha con Vox, defendiendo actitudes y políticas propias de la extrema derecha, participando en gobiernos autonómicos y ayuntamientos… Más allá de cambios de personas y de rostros, ¿construirán una derecha democrática de talante europeo, con un discurso abierto y una actuación en positivo?; o ¿seguirán compitiendo con la extrema derecha?
Tal sociedad «líquida» (Bauman), repleta de inseguridades e incertezas, no permite optimismos vacuos, pero tampoco pesimismos radicales. Algunos nos instalamos en un escepticismo activo que nada tiene que ver con el placer de mirarse el propio ombligo. No negamos la realidad existente, pero no la damos por inevitable. La posibilidad de cambio de una realidad política, económica, social, cívica, cultural… como la nuestra, compleja y cambiante, sólo es posible desde una acción guiada por la lucidez y cierta capacidad de duda, y no desde un despotismo ilustrado (y frecuentemente sin ilustrar).
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