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Elizabeth López Caballero

Me quiero morir

Son muchos los docentes alarmados por el aumento de crisis de ansiedad, ataques de pánico, estados depresivos o ideas suicidas entre el alumnado

Llevamos dos años de pandemia y la verdad es que, en ocasiones, me cuesta recordar cómo era nuestro día a día antes de que apareciera en nuestras vidas para darle la vuelta entre virus, confinamientos, variantes y niveles. Las consecuencias económicas las conocemos bien: entre erte y erte se colaron los locales que tuvieron que bajar la persiana después de décadas y décadas de esfuerzo y generaciones familiares. Cada vez que parece que remontamos muta el virus y volvemos a la casilla de salida. Algún avispado habrá por ahí en algún garaje creando una aplicación para cazar variantes como hace unos años se perseguían Pokémon. Ojalá fuera tan fácil ponerle fin. Mientras eso ocurre, otra pandemia se está colando sigilosamente entre los adolescentes que arrasa con el poco control emocional que se puede tener a esa edad. Son muchos los docentes alarmados por el aumento de crisis de ansiedad, ataques de pánico, estados depresivos o ideas suicidas entre el alumnado. Algo que les ocurría a dos de cada diez, ahora les ocurre a ocho de cada diez. «No quiero vivir» es la frase que más he escuchado desde octubre al alumnado entre once y diecisiete años. «No quiero vivir» como solución a la tristeza y a la ansiedad que sienten. La adolescencia es una etapa de cambios en la que la revoltura emocional siempre ha sido la actriz principal; sin embargo, tras la situación que hemos vivido estos últimos dos años, se observa entre los jóvenes un hastío y una apatía hacia sí mismos y hacia lo que les rodea harto preocupantes. Y es que no es fácil que, en una etapa donde el contacto con tu grupo de iguales se ve reducido a la nada, o se da, pero con muchísimas restricciones, los adolescentes sean capaces de gestionar lo que les pasa. «Se despertaron mis demonios»,

Algo que les ocurría a dos de cada diez, ahora les ocurre a ocho de cada diez. «No quiero vivir» es la frase que más he escuchado desde octubre al alumnado entre once y diecisiete años

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«la cabeza me va a mil» o «es que los adultos no nos entienden» son algunas de las cosas que me dicen en las sesiones individuales. Varios centros educativos han puesto en marcha proyectos de intervención centrados en dar herramientas psicosociales y psicoeducativas para que sus alumnos entiendan lo que les pasa y sepan qué hacer con ese vacío que les va mordiendo por dentro, presionándoles el pecho y debilitando su sistema nervioso hasta hacerles creer que la única solución para lo que les sucede es la muerte. Porque es importante dar el contenido del currículo, pero es más importante tener alumnos emocionalmente estables en el aula y en todos los ámbitos de su vida, con capacidad de aceptar el dolor y canalizarlo adecuadamente. Sobre todo, es importante que entiendan que la decisión de morir es irrevocable y que los problemas siempre tienen solución. Debemos estar atentos como padres, educadores o psicólogos porque la pandemia de la salud mental se está filtrando en las casas y en las aulas y golpea de lleno a la población infantojuvenil. No normalicemos que los adolescentes o los niños se encierren horas y horas en su habitación sencillamente porque son adolescentes. Fomenten el diálogo en casa como vehículo para aceptar que experimentar cambios en el estado de ánimo no está mal, que conocer nuestras emociones y saber convivir con ellas nos hace crecer y que la vida hay que tomársela menos en serio. Pero, sobre todo, estemos atentos a esos cambios que tendemos a normalizar con un «son cosas de la edad» y que quizá escondan sentimientos de soledad y de incomprensión con una necesidad imperiosa de auxilio.

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