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Juan Tallón

Parece una tontería

Juan Tallón

¡Haz los recados!

Hacer listas manejables de los asuntos pendientes nos ataba a la realidad. Pero perdimos el control sobre ellas. Nos pasaron por encima nuestros trabajos

La lista de los recados que todos llevamos en una nota del teléfono, en un ‘post-it’ amarillo, es un desafío ya inabordable. Nunca tuvimos tantas cosas –pequeñas y fáciles– pendientes de hacer. Me temo que el recado es la nueva víctima de la vida contemporánea (antes lo fueron los horarios). Se muere de una rápida enfermedad. Yo hace 11 meses que no aspiro el coche, por ejemplo, y dos que quiero ir a Correos a echar un paquete, y seis que tendría que haber arreglado el timbre de casa. Ni sé el tiempo que hace que pretendo coser un botón a un abrigo, vender el A-3 (diésel, 140 cv, va como un pepino), pasar una factura por un obituario que escribí hace tres años, deshacerme de todas las camisas a cuadros, cambiar la cuota de autónomos, abrir las cartas del banco, arreglar una lámpara, podar la enredadera, poner una pila al reloj, comprar unas tijeras que corten.

La vida y sus asuntos importantes nos pusieron de rodillas. Es imposible apartarnos de ellos para resolver los insignificantes, irrisorios, casi ridículos, que, en cambio, impiden el naufragio diario. Vivir se ha vuelto pesadísimo, agotador, extremadamente intenso, y un ejercicio de velocidad endiablada, cuando ya sabemos que un recado reclama lentitud.

«Hubo un tiempo que hasta una agenda nos venía grande. La mayoría de vidas no la necesitaban. Tu horizonte no se dividía en innumerables planes, cada uno a su hora».

Hacer listas manejables de los asuntos pendientes nos ataba a la realidad. Pero perdimos el control sobre ellas. Nos pasaron por encima nuestros trabajos. Ahora la lista de los recados nos maneja a nosotros: crece sin parar. Parecen muy lejanos, muertísimos, aquellos días que podías consagrarte a hacer un puñado de recados seguidos, hasta tachar la lista y tirarla. Hubo un tiempo que hasta una agenda nos venía grande. La mayoría de vidas no la necesitaban. Tu horizonte no se dividía en innumerables planes, cada uno a su hora. Ni siquiera necesitabas escribir una lista: la sabías de memoria porque no abultaba.

En casa de una amiga, cuando entras y cierras la puerta, ves más de medio centenar de ‘post-it’ pegados, amarillos, verdes, rosas, naranjas. Dejan en el aire la idea de una vida asfixiada. Una tarde, por aburrimiento, conté 92 papelitos, con otros tantos recados, alertas, consejos, avisos, decisiones pendientes. Me detuve en algunos; casi eran literatura: «Comprar café y yogures naturales», «Cambiar de peinado», «Llamar a papá», «Leer a Dovlátov», «Recoger la chaqueta de la tintorería», «Pagar el alquiler», «Vocalizar mejor», «Ir a Hacienda».

Hacer recados, después de leer aquellas notas, me pareció hermosísimo. Pero ¿y qué pasa con tu vida? ¿Aplacas su vértigo, te liberas, reduces tu ambición, para ponerte con ellos? Ay, la ambición. Existe gente que tiene muchísima, que no se contenta con lo conseguido, desea más. Admirable. Existe quien ni tiene ni deja de tener ambición, lo que significa, seguramente, que no tiene. Vive llevado por la solapa de un lado a otro por las fuerzas de la vida, y con eso tiene bastante. Admirable también. Quizá el milagro más bello sea poseer antiambición. Ya hay personas que se declaran antiambiciosas, quizá con el loable propósito de prestar más atención a lo irrisorio: ¡¡a los recados!!

Pero cuidado con los antiambiciosos, tal vez sean los más ambiciosos de todos, sin pretenderlo, porque tratan de alcanzar algo que no ha conseguido nadie: la renuncia a la aspiración profesional, al deseo de crecer, de llegar a algo, de soñar. No es fácil ser antiambicioso. Para empezar, parece demasiado artificial. Cuando te encuentras a alguien así te acuerdas de aquello que decía Golda Meir: «No seas humilde, amigo, no eres tan grande». Porque, aunque sea en secreto, todos apuntamos alguna vez un poco alto, para caer, si hay suerte, a media altura y rompernos solo algún diente. Ya Jardiel Poncela advirtió de que apenas unos pocos sueños se cumplen: la mayoría se roncan.

El antiambicioso intentó durante un tiempo ser ambicioso. Se llevó una hostia. No le fue bien. O quizás al principio sí y después no. Salió escaldado. Y entonces decidió que cuando no puedes ser más influyente, más poderoso, ser alguien, es hora de replegar y conformarte con ser tú, el que eras al principio, llevar una existencia tranquila y ponerte rápidamente con los recados, empezando por el grifo que gotea día y noche.

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