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Eduardo Jordà

Vender carne

En medio del disparate sin fin en el que se ha convertido la política nacional, me acuerdo de que hace poco se acusó a Javier Bardem de «apropiación cultural» por haber interpretado a un personaje cubano -el actor Desi Arnaz- en una película nominada a los Oscar (Being the Ricardos). Por lo visto, un actor que no sea cubano no puede interpretar a un actor cubano, y como Bardem es madrileño, le han llovido las críticas por haber incurrido en ese imperdonable delito. Hace años -no muchos-, nadie se habría atrevido a expresar una idea tan estúpida, pero vivimos tiempos estúpidos y estas ideas se difunden y se enseñan en las universidades y gozan de gran prestigio cultural. Y si cito el caso de Javier Bardem, acusado de haber interpretado a un actor cubano sin ser él mismo cubano, es porque esta clase de basura intelectual es la que está determinando las ideas y los patrones mentales que forman el imaginario social de nuestra época. Y ahí es donde aparecen los políticos ridículos que parecen tener la edad mental de un adolescente y que se pasan la vida representando una eterna pantomima adolescente. Tenemos miles de ejemplos, algunos demasiado cercanos.

¿A quién se le puede ocurrir que para interpretar a un cubano haya que ser cubano? ¿De qué clase de estercolero mental pueden surgir estas bonitas supercherías que gozan de tanto prestigio? Si lo pensamos bien, estas idioteces destruyen por completo todo el legado humanístico que conocemos desde los tiempos de Homero. Interpretar es dar vida a otra persona, fingir que se es distinto a quien uno realmente es. Interpretar es hacer que una mujer represente a una diosa en una tragedia o que un hombre represente a una mujer -disfrazada de mujer y hablando como una mujer- en una obra de Shakespeare. Interpretar es hacer que el tejedor Bottom aparezca en un escenario con una cabeza de asno en la cabeza y todos nosotros, los espectadores, nos creamos que la reina Titania puede enamorarse de ese pobre diablo coronado por una cabeza de asno. Eso es el teatro, ese es el arte de hacerse pasar por otro y dar vida a otro y meterse en la piel de otro. Todo lo que conocemos como empatía, como psicología, como imitación, como disfraz, como comprensión de la mentalidad de otro surge de la idea de que todos podemos ser un personaje con cabeza de asno y enamorar a una reina. Si no entendemos esto, si no asimilamos esto, jamás podremos entender la herencia cultural de nuestra historia común, desde Gilgamesh y la Biblia hasta Juego de tronos.

No es raro, por lo demás, que quienes defienden la idea de que sólo un cubano puede interpretar a un cubano sean los mismos que predican una economía colectivista en la que no tenga sentido ni la propiedad privada ni la iniciativa individual. Para estos nuevos guardias rojos de Mao (amparados en la interseccionalidad que se enseña en las universidades norteamericanas), el teatro es un medio diabólico si no respeta los orígenes raciales y culturales de los actores y de los personajes. Es tan absurdo y tan grotesco que da miedo, pero las cosas están así. Si alguien interpreta a un esquimal, debe ser esquimal. Si interpreta a un cubano, debe ser cubano. ¿Y si alguien interpreta a un traidor -nos preguntamos- debe ser también él mismo un traidor? En cierta ocasión -según contaba el olvidado Jrúshev en sus memorias- Stalin hizo detener a un actor que interpretaba a Macbeth con el argumento de que si alguien interpretaba tan bien a un traidor que mataba a su rey legítimo, esa persona a la fuerza tenía que ser también un traidor. El argumento es terrorífico, pero está visto que ahora hay miles de profesores universitarios y críticos e intelectuales dispuestos a creerlo.

La palabra «interpretar» es un derivado de la latina «interpres» que significa «ser intermediario en una transacción o en una compra». Eso significa que para nosotros y para nuestra cultura tradicional -al menos hasta ahora- la interpretación tenía que ver con la idea de vivir en una sociedad en la que todas las cosas se compran y se venden, aunque eso suponga la existencia de estafadores y ladrones y comisionistas. Subirse a un escenario y hacer creer que se es otro muy distinto del real -como ser cubano, por ejemplo, cuando uno es en realidad de Madrid-, supone aceptar la idea de que toda persona tiene derecho a convertirse en otra persona y a soñar con la esperanza de llegar a ser otra persona. En cambio, para estos nuevos moralistas puritanos que critican a Bardem por interpretar a un cubano sin ser cubano, una persona sólo puede aspirar a ser ella misma porque está atrapada para siempre en el molde indestructible de su identidad. Si uno es esquimal, jamás podrá soñar con ser cubano o con vivir como un cubano. Si uno es blanco o negro, jamás podrá aspirar a vivir como si no fuera blanco ni fuera negro. La conclusión es pavorosa, pero así es nuestra época, amigos.

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