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Norberto Alcover

en aquel tiempo

Norberto Alcover

A los piesLetras para Antonio Vadell, obispo

Ya ves, querido Toni, cómo se mueve la Providencia entre los entresijos humanos: un páncreas fracturado te ha trasladado del tiempo a la eternidad, de estar entre nosotros como si tal cosa a estar en la presencia de nuestro Dios, al que tanto has amado, hasta encontrarlo en aquellos a quienes tu episcopado se ha entregado. Sabíamos de tu situación, un tanto insuperable, pero todavía confiábamos en darle un vuelco a la muerte prevista. Pero no ha sido así: desde el otro día, un sábado de tormenta, te has marchado a la Casa del Padre, al menos para quienes mantenemos una fe ciega en el patrimonio de la Iglesia Católica, a la que nos honramos en pertenecer. Desde ese día, eres nuestro «hombre en la gloria» y te utilizaremos como intercesor. Bien sé que estas líneas serán un tanto incomprendidas por muchos y muchas, pero tú y yo nos entendemos perfectamente.

Te has marchado de entre nosotros, precisamente cuando nuestra Iglesia está conmovida por un escándalo que la convierte en objeto de laceración y casi burla: algunos de nosotros, hermanos en el sacerdocio y, en mi caso, en la vida consagrada, han caído en la tentación de sentirse poderosos frente a la inocencia de niños y de jóvenes, y han abusado de esa inocencia. Yo, al menos, y supongo que tú también, me siento corresponsable de tanta indignidad porque no me encuentro más fuerte que ellos, antes bien comparto su debilidad, como hombre frágil que soy, lindante con eso que nosotros llamamos pecado y que la sociedad civil denomina delito. Seguramente, en los últimos meses de tu vida episcopal te invadió la misma impotencia que a mí, sin poder hacer algo para superarla. Salvo humillar la cabeza y reflexionar muy en profundidad sobre nuestra condición humana, mucho más limitada de lo que pensamos. Seguro que lo pensaste y sentiste algo parecido. Porque es de puro sentido común sentirse así. Es imposible evitarlo.

Pero sabrás muy bien porque has sido un sacerdote y obispo tan cercano a las gentes que te rodeaban, que la mayoría de nosotros y de nosotras intentamos mantenernos firmes en las promesas emitidas en su momento, más allá de fragilidades normales en toda vida humana y no menos creyente. Sabes que cuesta un montón, querido Toni, pero que, desde la humildad del don recibido, seguimos lo más de cerca posible las huellas de Aquel que murió y resucitó por todos nosotros. Que existan casos dolorosos y hasta avergonzantes no nos priva de una esperanza limitada en el Señor de nuestras vidas y en nuestra relación con los hombres y mujeres con quienes nos encontramos y a cuyo servicio estamos. Todos y todas, en los años de tu sacerdocio mallorquín y más tarde de tu episcopado, me comentaban que poseías un extraño talante: ser capaz de conjugar una relación excelente con tus amigos y amigas, y muy especialmente con la gente joven, y a la vez una capacidad innata para mostrarles el rostro de un Dios Paternal y Bondadoso. Lo recuerdo precisamente ahora, cuando tan importante es para todos nosotros y nosotras tenerlo absolutamente claro. Bien sabes de lo que escribo.

Hasta este momento, para nada he escrito la palabra «víctima». Y las hay. Tal vez muchas. Pienso que para comprender el contenido de tal palabra se necesita una «inteligencia emocional» fortísima, detalle en el que pocas veces caemos, llevados por la tormenta de nuestras propias pasiones. Una víctima es un destrozo humano, es la consecuencia de nuestra indignidad como personas, pero sobre todo, una víctima es el resultado de un poder ejercido con prepotencia, insensible al daño causado. y esto es deleznable. Pienso, además, que todos y todas somos víctimas de nuestras propias pasiones y no tenemos derecho a mirar a nadie por encima del hombro. Por esta razón, en la medida de lo posible, tenemos que correr el riesgo de acompañar a los victimarios en su proceso de arrepentimiento, de una posible desesperanza, y en fin, de una autodestrucción integral. No podemos escurrir el bulto. Tu episcopado tuvo que enseñarte todo este conjunto de contradicciones en que nos sume eso que, tan espontáneamente, llamamos «vida». No tengo la menor duda.

Quiero cerrar estas líneas, trayendo a colación las palabras que te dirigió aquel que te ordenó obispo, el cardenal/Juan José Omella el mismo día de tu ordenación: «Ser obispo es ante todo un servicio, y el servicio no es dominación sino ponerse a los pies de Dios y de los hermanos para ayudarles en todo, con todo y por todo». Tengo la convicción de que pusiste en práctica estas palabras admonitorias. Pero pienso también que valen para sacerdotes y consagrados sin excepción: nuestras vidas solamente se justifican en un servicio abnegado y sencillo a todos y todas que se cruzan en nuestro camino. Solamente la presencia de Jesucristo en nuestras vidas, como gracia de Dios, hace posible tal servicialidad. Nada más y nada menos.

Descansa en paz y déjate mecer por las manos del Buen Dios. Un abrazo fraternal y mallorquín de quien te envidia.

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