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Elena Fernández-Pello

El público elige

Ha quedado en evidencia la desconexión entre la industria del espectáculo y la sociedad, cada una avanza por su realidad

Rigoberta Bandini, durante la segunda semifinal del Benidorm Fest. EFE

Lo más probable es que el controvertido proceso de selección de la representante de España en el Festival de Eurovisión, que este año se hizo por invitación a los candidatos, con un jurado y con voto popular por doble partida, estuviera ideado como una prolongación del espectáculo televisivo. Es poco probable que ninguno de los aspirantes se dejara involucrar inocentemente. El debate y la politización de este divertimento paneuropeo, hace unos años decadente y ahora revitalizado, solo se pueden entender dentro de la sociedad del espectáculo en la que vivimos inmersos.

Sorprende poco que el jurado, formado por profesionales de la industria musical, haya dado como ganadora una canción expresamente fabricada para el festival, con mucho meneo y poco mensaje; que no necesita de mucha descodificación, hecha para el disfrute lo mismo de un alemán de vacaciones en Mallorca que de un señor de Cuenca. Una chica guapa, que canta y baila estupendamente, una letra monosilábica -que si boom, boom; que si doom, doom-, un ritmo «latino», descomplicado, una fórmula que no arriesga pero que es infalible.

Lo que sí da que pensar es el veredicto del público, expresado a través del televoto y del voto demoscópico, innovadora y curiosa incorporación de esta edición. El Benidorm Fest ha puesto bajo los focos tres modelos distintos de mujer y una parte de la ciudadanía, la que se ha entregado al juego televisivo y a su extensión en las redes sociales, ha hablado.

Rigoberta Bandini partía como la favorita, con una canción, Ay mamá, que acabará convertida en un himno generacional, dedicada a las madres, a la fertilidad de la mujer y que habla de su capacidad de generar vida, de cuidar y de dar amor. Luego estaba Tanxugueiras, con Terra, que cantaba al poder de las mujeres en comunidad, a las guardianas de la tradición, a las transmisoras de conocimiento, mujeres poderosas, fortalecidas en su complicidad. Así andaba la audiencia, dividida entre los cantos a la fecundidad y a la sabiduría ancestral, entre una melodía indie y el folk contemporáneo, cuando irrumpió Chanel, con su SloMo y su boom, boom, y lo descolocó todo.

No es raro que el jurado, elegido al fin y al cabo por los directivos del certamen, optase por la opción más comercial; lo llamativo es que el público eligiese como su favorita, y por mucho, a la canción más apegada a la realidad, cantada por mujeres que se refieren a otras mujeres como compañeras, y que, en segundo lugar, colocase otro tema que celebra la maternidad y el cuerpo femenino tal y como es. En cambio, solo un pequeñísimo porcentaje de la audiencia que participó en las votaciones se reconoció en la chica boom, que maneja a los hombres a golpe de cadera y que vuelve loco al mundo con su body.

Ha quedado en evidencia la desconexión entre la industria del espectáculo y la sociedad, cada una avanzando por su propia realidad. La misma desconexión que se percibe tan a menudo entre los ciudadanos y sus gobernantes o entre los trabajadores y el sistema laboral.

Lamentablemente, la artista ganadora ha sido objeto de descalificaciones y ataques en las redes sociales, y han sido muchas las activistas feministas que han salido en su defensa. Cuando un sabio señala la Luna, el necio mira el dedo. Hay que mirar más allá de Chanel.

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