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Matías Vallés

El Congreso admite que es un circo

Una imagen del Congreso de los Diputados. EP

Cuando los miembros de una institución se sienten obligados a sincerarse sobre su degradación, la situación se aproxima a lo irremediable. Frente a la feroz autocrítica de los propios diputados sin propósito de la enmienda, habrá que alzar la voz para reseñar que el Congreso no vive el perpetuo disparate que denuncian sus protagonistas, por no hablar de la fabulación de idílicas épocas pretéritas que solo revelan la nostalgia amnésica de sus rapsodas.

Bastará un ejemplo. PSOE y PNV son los dos partidos más longevos de la cámara con cierta entidad, amén de los únicos supervivientes que conservan sus siglas fundacionales. Ambos han renegado sibilinamente de la creación de una comisión de investigación parlamentaria sobre los abusos sexuales de la Iglesia. En los pasillos de la Cámara que funcionan como los vaticanos, los peneuvistas enfundan sus reticencias en que el organismo degeneraría en un circo y un show. Los oráculos transmiten que los socialistas no recurren a términos tan denigratorios, así que se refugian en evitar la politización de una indagación afincada en el Congreso.

La hostilidad de la derecha hacia la comisión sobre los abusos se da por supuesta, interesa la visión de PNV y PSOE porque pretenden conciliar la posición de virtuosos frente a la Iglesia con la protección de los ciudadanos, frente a un conglomerado circense que se llama Congreso de los Diputados. En España no se ha registrado todavía una toma del Capitolio, pero los habitantes del equivalente sito en Madrid confiesan que el termómetro institucional está tan malherido como en Washington.

El Congreso admite que es un circo, los parlamentarios han abandonado toda esperanza en la institución. La noche de la desaprobación de la reforma laboral, con diputados réprobos y congresistas probos que no han superado la brecha digital, los titulares instantáneos de las páginas más señeras de internet estaban tan aterrorizados ante lo sucedido que intentaban atemperarlo. Por unas horas, imperó la asepsia informativa a diestra y siniestra, pero los intérpretes del drama prefieren calificarlo abiertamente de sainete circense.

Ni siquiera cabe entrar en el descrédito que el PSOE atribuye a una comisión parlamentaria «politizada», transformando en negativo un adjetivo que debiera honrar a una actividad esencialmente política. Los vectores socialistas podrían haber esgrimido cualquier otra calificación despectiva, porque se trata únicamente de denunciar sin rebozo ni embozo la inutilidad del Congreso.

Por si no quedara clara la nula estima que los partidos sienten hacia la cámara que los articula, la comisión sobre los abusos de la Iglesia que sería improcedente en el foro de la voluntad popular se vierte hacia un ectoplasma hueco, salvo para quienes puedan citar a bote pronto una intervención sustancial o trascendental del Defensor del Pueblo. Además de su rótulo caricaturesco, la oficina está liderada por el único político del mundo que casi pierde desde la oposición y por mayoría absoluta unas elecciones convocadas por una gobernante de la covid.

Tal vez la autodefinición circense no justificaría un artículo, pero se convierte en inevitable cuando el propio Congreso admite que la cámara es más insolvente que el nulo Defensor del Pueblo. Socialistas y peneuvistas arrojaron la comisión sobre abusos por la alcantarilla antes de que la reforma laboral revalidara que la cámara en pleno no sabe ni lo que vota. Esta definición es literal para el atolondrado diputado Casero, pero cabe recordar que los votos en favor del Decreto no eran de afirmación sino de aceptación resignada, dado que el texto debía ser aprobado sin pasarle el célebre cepillo de Alfonso Guerra. Y ahora mismo, el salario mínimo vuelve a acordarse extramuros del circo del Congreso.

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