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Rafa Martínez

Los partidos de la España vacía. ¿Flor de un día?

La democracia representativa se caracteriza porque, todos y cada uno de los elegidos, representan al conjunto del electorado. No es infrecuente creer que sólo representan a su circunscripción, o incluso peor, únicamente de sus votantes.

Igualmente, de unas Cortes se esperan decisiones en favor del bien común. Es decir, que resuelva los problemas de la ciudadanía -preferentemente los más acuciantes- conforme al código de valores prioritarios en la sociedad.

Si cada diputado cree representar sólo a los ‘suyos’, y si las mayorías parlamentarias son sectarias y sólo legislan en pro de los ‘suyos’, corremos el riesgo de que haya colectivos que se sientan ajenos tanto a quienes deciden, como a lo que deciden. Ni me resuelven los problemas, ni me representan. En definitiva, aparecerá el descontento.

Es indiscutible, que para muchos esa dinámica no representa, en sí misma, un problema, pues no sólo se trata de algo coyuntural -es la alternancia, estúpido- sino que, además, la vertiginosidad de la agenda política no permite detenerse el tiempo que algunos quisquillosos necesitarían para sentirse integrados en los procesos decisionales. Todo sistema tiene fallos y desgaste. Su imperfección es algo natural. No estando radicalmente en contra de los argumentos que acabo de esgrimir, también pueden ser el indicativo de patologías democráticas crónicas e incluso letales. En ese sentido conviene estar vigilante.

El descontento acostumbra a tener cuatro salidas naturales: la apatía, la desafección, la radicalización y la autorrepresentación. La más poblada, por fortuna para la salud democrática, es la apatía. El ciudadano entiende que ‘gente como yo no puede influir en nada’. Ni me entienden, ni los entiendo, ni me escuchan, ni mis problemas les son relevantes.

Más preocupante, por lo que representa y por el crecimiento sostenido de los últimos años, es el descontento que sirve de antesala de un conflicto mucho más grave: la desafección. Ya no es un problema de representantes o de políticas; la queja es al sistema. No funciona. Ya no se trata de algo coyuntural, sino estructural. Nunca me escucharán, la política es un juego de trileros que se intercambian votos para ‘sacar tajada’. Nuestros problemas son lo de menos.

Por fortuna, la radicalización del descontento que trascienda el descreimiento en el sistema y se convierta en un ejercicio beligerante contra el mismo -antisistemas- no es mayoritario, si bien es muy preocupante, aunque nuestra clase política no parece advertirlo o querer reconocerlo.

Una última posibilidad, infrecuente tanto por el esfuerzo continuado que representa, como por la fácil deriva hacia populismos salvadores e infructuosos, es la organización del descontento y su conversión en una plataforma social que articule y defienda esos intereses que les aglutinan y creen ninguneados por el sistema. Este tipo de movimientos ciudadanos puede terminar convirtiéndose en una plataforma electoral, antesala de una fuerza política. No se sorprenderá el lector si afirmo, sólo por citar algunos, que ‘Por Ávila’, ‘Soria ¡Ya!’, ‘España vaciada’, ‘Zamora decide’ o ‘El Bierzo existe’ son ejemplos rotundos de ese intento del descontento por autorrepresentarse.

La duda es si, como la flor de luna o la flor tigre, serán la flor de un día. En ese sentido, tenemos dos ejemplos históricos que nos podrán ayudar a entender las potenciales derivas de todos estos nuevos partidos: los partidos agrarios nórdicos y el poujadismo.

Los partidos agrarios irrumpieron en Europa en los estertores del XIX. Con diferentes matices tenían a la agricultura y al trabajo rural como epicentros de su accionar político. Así, los problemas rurales, la descentralización o el mundo de la pequeña empresa eran sus principales objetivos políticos. Ser monotemáticos no les impidió ser constructores, junto con la socialdemocracia, del modelo de Estado de Bienestar. Es verdad que apoyaron la construcción de ese modelo porque se les garantizaron los precios mínimos agrícolas; pero la apoyaron.

Con el tiempo, se han adaptado a la disminución de la población rural y diversificado su base de apoyo. Así añadieron a su foco el escepticismo por la Unión Europea, o fueron los primeros en promover la protección del medio ambiente, o la eliminación total de la energía nuclear. Esa evolución les hizo abandonar sus denominaciones agrarias y renombrarse Partidos de Centro -difícilmente ubicables, no obstante, el nombre, en el espacio derecha-izquierda. Desde entonces, han apoyado sin estridencias, gobiernos conservadores o socialdemócratas. Son uno más dentro del sistema de partidos.

Por su parte, Pierre Poujade en 1953 orquestó, a través de la Unión para la Defensa de los Comerciantes y Artesanos, una huelga feroz en toda Francia contra la subida de los impuestos. Apoyado por campesinos descontentos y pequeños comerciantes logró que la Asamblea Nacional legislase reduciendo los impuestos. Dejándose llevar por la ola de éxito se articularon como partido político y, en las elecciones de 1956, obtuvo más de dos millones y medio de votos y más de cincuenta diputados -entre ellos había carniceros, panaderos, libreros, etc.-. El poujadismo aglutinó clases medias, actuó de manera corporativa, encontró en las prácticas populistas la vía del éxito y no tuvo reparo alguno en flirtear con la violencia; sin embargo, en 1958 fracasó electoralmente y apresuró su ocaso. Hoy poujadismo es un vocablo peyorativo que nos alude a la demagogia y populismo reaccionario.

Si todos estos nuevos partidos que irrumpen buscando aglutinar el descontento de la España vacía terminan por ser un actor más de sistema de partidos, o se transforman en insufribles populismos, está por ver. En todo caso, su primer escollo será llegar a la sede de las Cortes de Castilla y León, y no es, ni mucho menos, fácil.

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