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Juan Gaitán

EL RUIDO Y LA FURIA

Juan Gaitán

Ruido

Escribo mucho últimamente sobre el silencio. Será porque cuando el mundo se estremece ante el ruido de una guerra en Europa, con acumulación de tropas y de armamento en las fronteras, todo ese griterío, y además continúa gritando de dolor por la pandemia, por la contagiosa muerte que galopa de cepa en cepa, como galopa la inflación dejando a su paso la sombra ácida de la pobreza sobre tanta gente que no puede, que no alcanza, que no llega, a mí me da por buscar refugio en el silencio. El silencio (la voz de la piedra, la sombra de lo eterno, una vereda de arena sin huellas, un lugar anochecido), siempre está, con su profundidad de plaza vacía que añorase el juego de los niños, cerca de ser un verso.

Sé que voy a contramano porque ahora mismo todo es ruido, todo va con esa urgencia que el ruido tiene por llegar a todas partes, con su genética de virus letal. Pero si mañana me indultara el azar y pudiera comprar el tiempo que me queda, como quien paga el rescate de un cautivo, lo gastaría todo en sol y silencio.

He escrito muchas veces «el silencio, cómplice del poeta», atribuyendo la frase a Rafael Pérez Estrada aun a sabiendas de que no es exacta, pero sin que eso me importase, porque le cuadra a Rafael y creo o quiero creer que aunque no la escribió tal cual, alguna vez me la dijo de viva voz y a mí se me quedó para siempre en la memoria como casi todo lo suyo.

Así que mientras el mundo grita por las cosas graves y que de verdad dan miedo y también por las bobadas insustanciales de la canción de Eurovisión, que da vergüenza tanta preocupación y tanto vocerío por algo tan inane, mientras, digo, decía, el mundo se sobresalta con su propio ruido, yo, que siempre voy a la contra por esa manía mía de estar a la sombra, busco el silencio y me acerco al mar, que es el modo perfecto de silencio, ese silencio que no es silencio del todo, sino un rumor de rezo que acompaña a la luz o que encamina hacia ella, o que acaso la reparte. Y sentado al sur de esa luz, escuchando sus azules, acabo comprendiendo que es mi nombre lo que nombra el mar con su silencio y que viene de lejos y cabe en él tarde, y que, como todo poeta menor, debo asumirlo (y el olvido, su pariente cercano), y aceptar que a lo más que puedo aspirar es tener un silencio que llevarme a la boca y acabar con él, la columna, la vida, el poema.

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