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Daniel Capó

LAS CUENTAS DE LA VIDA

Daniel Capó

Un hombre bueno

El político mallorquín Joan Barceló falleció a los 73 años la pasada semana, dejando tras de sí un reguero de amigos

Joan Barceló, enrevoltat de llibres. DM

Joan Barceló era un hombre bueno en el sentido noble de la palabra. «Bueno» quiere decir leal y fiel; dispuesto a rectificar; apasionado a veces, con esa querencia que sienten los niños hacia las cosas pequeñas, las únicas casi siempre que importan. Amaba la palabra escrita porque amaba la cultura y, sobre todo, porque vivía la vida con un raro afán pedagógico como pueden atestiguar los centenares o los miles de alumnos que tuvo: primero en Inca, en el colegio Santo Tomás de Aquino, en la época de don Alfonso Reina y doña Jerónima Ferragut, y más tarde en Pureza de María, de Manacor, que fue su casa. Había estudiado en el seminario –aunque nunca se ordenó– y más adelante en Roma, donde adquirió un cierto gusto por la lógica o, mejor aún, por la precisión filológica a la hora de pensar y de escribir. Le obsesionaba la puntuación –los puntos y comas que dan ritmo a las frases– y alguna vez me explicó que, al leer un texto, en lo primero que se fijaba era en ese cuidado por lo que se calla, pero que fija el sentido de todo lo dicho.

Joan Barceló nació en Sant Joan y fue el primer alcalde de la localidad tras la instauración de la democracia. Su ideología respondía a una orientación democristiana, matizada por su tendencia liberal y por el regionalismo político, fruto de su amor a la lengua catalana. Era cualquier cosa menos un fanático, lo cual le permitía estar cerca de gente muy diversa, tanto de su partido como de otras formaciones, en principio opuestas. Esto nos habla también de un carácter, de una forma de ser que no pone en el centro la ideología, sino a la persona. Fue además, durante años, concejal de cultura en el Ayuntamiento de Manacor y, más fugazmente, director general de Política Lingüística en el Govern Balear, no recuerdo ahora si con Cristòfol Soler o con Gabriel Cañellas. De todo empieza a hacer mucho tiempo ya.

Su última pasión, a la que dedicó los últimos años de su vida, fue trabajar en una biografía de san Junípero Serra, cuya figura quería acercar a los escolares de Mallorca. Era un libro que quería para los colegios, no una obra académica. Su otra pasión pública era la asociación Amics del Seminari, de la que he leído que era el actual presidente, y a la cual se refería siempre con admiración cada vez que nos encontrábamos, generalmente en la biblioteca. Los Amics representaban para él la nostalgia de la juventud, pero también un anclaje en el futuro, un espacio de servicio y compañerismo. Hablaba con admiración de todos ellos, porque un hombre noble no puede entender su vida sin la amistad. De este modo, hacía suya esta hermosa idea de san Agustín: «Nemo nisi per amicitiam cognoscitur», es decir, que necesitas ser amigo del hombre para poder comprenderlo. En la vida, la amistad precede al conocimiento. O, al menos, debería.

Pero, por supuesto, su gran pasión fue su familia. En los últimos meses, me hablaba siempre de su hijo –científico en Helsinki– con gran admiración y el lógico y legítimo orgullo de un padre. Yo lo escuchaba y pensaba que ese orgullo no es la hybris de los griegos, sino una especie de plenitud. Que descanse en paz, él, que fue un hombre de paz.

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